El olor a lluvia se colaba por la ventana entreabierta cuando cerré la caja. Los zapatos tejidos descansaban sobre la mesa del comedor, delicados, como si en ellos se guardara más que lana: se guardaba la esperanza, el amor que había tejido la abuela de Ethan hace tantos años, un amor que, de alguna forma, ahora me sostenía a mí y a la vida que llevaba dentro.Habíamos terminado aquella conversación en silencio, con un abrazo que duró más de lo que esperaba. No era solo un abrazo de despedida; era una promesa, aunque lejana, de que el cambio era posible. Ethan se había ido a rehabilitación, pero su presencia seguía colándose en mis pensamientos, como una sombra que no terminaba de irse del todo.---Sentada en el sofá, la caja abierta entre mis piernas, sentí un torrente de emociones que me dejó sin aliento. Por primera vez en meses, lloré sin miedo ni culpa, lloré porque sentí que, pese a todo, no estaba sola. Tenía un hijo creciendo en mí y un futuro que me pertenecía.Miré esos peq
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