La puerta de la habitación de Nant se cerró con un golpe sordo, dejando a la madre y la hija en un silencio tenso, un remanso de calma forzada tras la tormenta que había sido la discusión con Ernesto. Nant, todavía con el rostro surcado por las lágrimas y la garganta anudada por las palabras no dichas, se sentó en el borde de su cama. Isabel, su madre, se sentó a su lado, la calidez de su presencia un consuelo palpable. La habitación, un santuario de tranquilidad juvenil, se había transformado en un lugar de confesiones, un espacio donde las verdades más duras saldrían a la luz.Nant sintió la necesidad imperiosa de compartir toda la verdad con su madre, cada detalle que había guardado en su corazón y que la había atormentado en la soledad de sus pensamientos. Con una voz apenas audible, rompió el silencio.—Mamá… esta mañana, antes de que Yago se fuera… yo le conté mi miedo —dijo Nant, su mirada fija en sus manos entrelazadas en su regazo, incapaz de mirar a su madre a los ojos—. Le
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