El auto se detuvo frente a un portón alto de hierro forjado, donde dos lámparas antiguas colgaban a cada lado, encendidas pese a que aún quedaban rastros de sol entre las nubes. El cielo estaba teñido con matices dorados y azul pálido, y una ligera brisa mecía los árboles altos que rodeaban el perímetro. Maritza, sentada junto a Alan, sostenía las llaves entre sus manos con fuerza. No había dicho mucho en el trayecto. Su silencio no era vacío, sino denso, cargado de emoción contenida.—¿Estás lista? —preguntó Alan, mirándola de reojo.Ella soltó una risa suave, nerviosa, y asintió.El portón se abrió lentamente con un zumbido eléctrico, revelando un camino de adoquines que serpenteaba entre jardines cuidados, pequeños faroles y árboles frondosos. Al fondo se alzaba una construcción elegante de dos plantas, moderna, pero con toques rústicos: piedra, madera clara y grandes ventanales que reflejaban la última luz del día. Todo olía a promesa.—¿Eso es…? —Maritza dejó la frase inconclusa
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