Los años habían pasado, pero la mansión Cisneros conservaba esa energía viva que solo tienen los lugares donde se ha amado intensamente. El jardín seguía floreciendo con la misma alegría de aquella boda, los ventanales aún dejaban entrar los rayos del sol como bendiciones diarias, y el comedor principal estaba más lleno que nunca.Esa noche, todos estaban reunidos para la cena familiar. Era una tradición instaurada por Alan y Maritza: un día a la semana para celebrar no un evento, sino simplemente el hecho de estar juntos.Alan, quien por primera vez en años caminaba libremente por la sala, sin bastón, sin apoyos. El progreso había sido lento, pero firme. Y aunque no se hablaba de eso a diario, todos sabían lo que significaba verlo caminar así: voluntad, amor, coraje… y Maritza.Maritza sonreía desde el otro extremo de la mesa, más serena que nunca, con un brillo especial en los ojos. Alan, sentado a su lado, la miraba con la misma admiración de siempre, como si el tiempo solo hubiera
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