El aire del callejón, denso con el olor a humedad y a la lejana pólvora, se congeló en la tensa quietud que precedía a la tormenta. Las sirenas de la policía, antes un zumbido distante, ahora eran un aullido creciente, un coro de advertencia que se acercaba. Lucas, con la escopeta firmemente empuñada, se interpuso entre Elena y el coche de Francesco, su cuerpo tenso, una promesa de violencia en cada fibra. Ramiro, una sombra en la penumbra, había desaparecido momentáneamente de la vista, un truco que solo los viejos lobos de Londres conocían. Francesco Russo, al volante de su deportivo negro, observó a Lucas, sus ojos fríos, una sonrisa cruel que apenas curvaba sus labios. Oleg, a su lado, con el hombro sangrando, apuntaba con su arma, su rostro contorsionado por la furia. —Es una lástima, Lucas —dijo Francesco, su voz
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