Lucía había aprendido a leer a Daniel Márquez como si fuera una partitura musical compleja. Cada gesto, cada inflexión de voz, cada pausa en su respiración era una nota que ella había memorizado durante tres años de trabajo conjunto. Y en este momento, observándolo desde su escritorio a través de la puerta entreabierta de su oficina, todas las notas disonantes se combinaban en una sinfonía de desesperación.Él caminaba en círculos, un patrón que había identificado como su respuesta física al estrés extremo. Tres pasos hacia la ventana, giro, cinco pasos hacia el escritorio, giro, dos pasos hacia la puerta, giro. Una coreografía de la ansiedad que se repetía con precisión mecánica.Sus llamadas telefónicas habían cambiado de naturaleza. Antes eran asertivas, directas, cargadas de la autoridad que emanaba naturalmente de su posición. Ahora eran susurros conspirativos, fragmentos de conversaciones que se cortaban abruptamente cuando él detectaba que alguien podría estar escuchando.“No p
Leer más