El Gran Salón de Audiencias del Palacio de Giza era un espectáculo de poder y pompa, pero bajo su magnificencia, una tensión palpable flotaba en el aire. Cientos de ojos, curiosos y expectantes, llenaban cada rincón: escribas del Consejo, generales del ejército con sus corazas de bronce, sacerdotes de Amón de túnicas inmaculadas, y la élite de la corte real.En el centro del estrado principal, sobre su trono ceremonial, El Faraon se erguía, su figura, que solía inspirar reverencia, ahora parecía cargada por un peso invisible. A su lado, la Reina Tuya, con su porte sereno, observaba la escena con una preocupación apenas disimulada, mientras Kiya, su dama de compañía, escudriñaba a la multitud con una mirada aguda.Frente al Faraón, el Visir se mantenía erguido, su rostro era una máscara de lealtad y rectitud, aunque sus ojos, fríos como la obsidiana, se movían sin cesar, calculando cada sombra, cada expresión. A su lado, el Sumo Sacerdote Imhotep, envuelto en sus suntuosas túnicas sace
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