Mi esposo dudaba, otra vez percibía la incertidumbre que le hacía guardarse aquello que ansiaba decirme desde que nos conocimos y que me intrigaba, al extremo de pretender arrancárselo con otro beso, así que tomé la iniciativa. Apreté mi boca contra la suya, sin miedo a parecerle necesitada o demasiado impulsiva. Ahora recordaba las palabras de las ancianas cuando me advirtieron que en el amor no se era recatado y que con tal de que mi esposo fuera sincero en sus acciones, yo debía serlo también con las mías. Sí, fui exigente, demandé sus caricias, lo rodeé con mis brazos para que me encerrara contra su pecho tibio, musculoso, y él no me rechazó. Lentamente besó mi cuello y descendió hasta los pechos para rosarlos ligeramente, gesto que me hizo estremecer y agradecerle con un suspiro, que pareció más un ruego que la simple demostración del placer que me prodigaba. No tenía miedo, su audacia llegó al límite cuando me estrechó contra sus caderas para que sintiera como correspondía a m
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