Luna avanzaba en silencio por las calles derruidas del distrito 12. El sol apenas asomaba entre los edificios quebrados y las antenas oxidadas. Llevaba la pistola cargada, los sentidos en alerta, y un mapa mental grabado en su cabeza desde sus días como contrabandista. El hospital estaba donde lo recordaba: una mole gris de concreto, sin puertas, sin ventanas. Abandonado después de una redada hace cinco años. Aún olía a ceniza y a muerte. Entró sin hacer ruido, deslizándose como una sombra. El lugar estaba cubierto de polvo y telarañas. Las camillas volcadas. Las paredes manchadas. Pero entre los escombros, aún había cajones intactos. Buscó en el área de pediatría. Revisó botiquines rotos. Encontró vendas, suero seco, jeringas viejas. Nada útil… hasta que, en una caja metálica sellada, halló lo que necesitaba: antibióticos, analgésicos, un frasco de ampicilina casi completo. No era mucho, pero podría salvar a Indira. Mientras guardaba las medicinas en su mochila, escuchó un crujid
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