En el privado hubo tres segundos de silencio. Guillermo, Luis y Diego miraron al mismo tiempo a Samuel. Guillermo y Luis disimularon un poco, pero la desaprobación y el asco de Diego eran más que evidentes.Pero a Samuel se le resbalaba todo; llegado ese punto, todavía tuvo el descaro de actuar como si nada y, volteándose con fingida sorpresa, exclamó:—¡Ay, Miranda! ¡Por fin llegaste! A ver, a ver, déjame ver. ¡Pero qué guapa vienes!Miranda, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos, le dio un golpe suave en la cabeza con su bolsa.Él, como era un teatrero de primera, enseguida empezó a quejarse:—¡Ay, ay, ay!—Ya cállate —le dijo ella—. Ni siquiera me he quejado de que me vas a ensuciar la bolsa con tu pelo grasoso, ¿y tú ya estás gritando?Quiso poner los ojos en blanco.Estos dos, cuyos nombres originales compartían una sílaba, siempre habían sido buenos para discutir desde niños, así que todos estaban acostumbrados. Mientras ellos se lanzaban indirectas, los demás sabiamente
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