El aire en la oficina privada de Montserrat era denso, casi asfixiante, y no por la temperatura, sino por la tensión invisible que se arremolinaba en las paredes como un humo venenoso. Las cortinas estaban cerradas a pesar de ser media tarde, apenas un rayo de sol se filtraba por las rendijas, iluminando parcialmente su rostro impecable, donde reinaba una serenidad perturbadora.Sentada en su escritorio de madera oscura, Montserrat hojeaba lentamente un dossier sin aparente importancia, mientras una copa de vino tinto descansaba en su mano derecha, girando el líquido como si esperara que le revelara un secreto. Sus labios, maquillados con precisión quirúrgica, esbozaban una sonrisa tranquila, casi amable… hasta que la puerta se abrió, no era el Jeque Mafioso qué tenía como esposo y la habían rescatado de Gaza el que estaba entrando, puesto que él estaba en un viaje, entonces un Guardia entro.—Señora —dijo con voz temblorosa su asistente, un hombre alto y delgado, de rostro pálido—. E
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