El bosque era denso, oscuro, y la luna ya no parecía una aliada. Isabel tropezaba a cada paso, su cuerpo aún adolorido por el encierro, las heridas recientes y las antiguas. Cada rama que le cortaba la piel era un recordatorio de que estaba viva. Ella se había escapado y es lo que importa. La sirvienta la había dejado en medio de la nada en territorio de nadie, pero aun así le estaba muy agradecida y se juró que, si en caso de que la atraparan, ella jamás revelaría el nombre de la valiente mujer que la ayudó a escapar, pues le debe la vida misma. Caminó durante horas sin rumbo, las piernas no respondían bien y habían momentos en los que deseaba volver o rendirse, pero la voluntad, esa que creía extinguida, ardía con una llama tenue, pero constante. Sabía que no podía regresar, no aún, no sin fuerza, no sin un plan. El amanecer la encontró desmayada entre raíces, cubierta de hojas húmedas. El sol acarició su piel con una calidez que contrastaba con el frío que habitaba su pecho. N
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