El reloj de pared en la oficina de Catalina marcó las dos de la tarde con un suave tintineo. El aire, que hasta ese momento había estado cargado de la tensión silenciosa entre Leonardo y Catalina, pareció vibrar con una nueva expectativa. Catalina, sentada frente a su escritorio, revisaba unos planos con una concentración que intentaba ser total, pero su mente no podía evitar divagar hacia la inminente llegada de Rodolfo.Leonardo, por su parte, se movía inquieto por la oficina, fingiendo ordenar unos documentos, pero con la mirada fija en la puerta. Su mandíbula estaba tensa, y un músculo saltó en su mejilla, delatando la furia contenida que sentía ante la idea de la presencia de Rodolfo. La conversación de la mañana, la propuesta de ser su "aprendiz", había dejado un sabor agridulce en su boca. Sabía que era una estrategia, una forma de contrarrestar a Rodolfo, pero la idea de someterse a Catalina, de aprender de ella, aún le resultaba una píldora difícil de tragar.Justo cuando el
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