El eco de la risa de Rodolfo aún resonaba en mis oídos, una burla cruel que se mezclaba con el zumbido distante de los ascensores y el murmullo de la recepción. Me quedé allí, inmóvil, en el centro del lobby, con los puños apretados y la mandíbula tensa, sintiendo cómo la sangre me hervía en las venas. La revelación de Rodolfo me había golpeado como un rayo, desnudando mi plan más íntimo y dejándome expuesto, vulnerable.
Él lo sabe. Sabe todo.
Respiré hondo, intentando calmar el torbellino de emociones que me invadía. No podía permitirme un escándalo. No aquí, no ahora. Tenía que mantener la compostura, pensar con claridad. Rodolfo tenía una ventaja, sí, pero Leonardo Santini no se rendiría tan fácilmente.
Me dirigí a mi oficina con pasos firmes, aunque por dentro me sentía como si caminara sobre un campo minado. Al entrar, cerré la puerta con un golpe seco, buscando la soledad para procesar la información. Me dejé caer en la silla, con la mirada perdida en el horizonte, intentando en