Leonardo, con su habitual aire de suficiencia, ahora ligeramente desdibujado por la reciente inmersión forzada en el mundo del trabajo, miraba a Rodolfo con desdén. Rodolfo, por su parte, mantenía una sonrisa afectada, una máscara de cortesía que no alcanzaba sus ojos fríos y calculadores.
Don Rafael, sentado tras su imponente escritorio de caoba, observaba a ambos hombres con una expresión que mezclaba autoridad y un ligero matiz de decepción. Sabía de sus disputas, de la forma en que su rivalidad infantil amenazaba con desestabilizar la empresa y, lo que era más importante, con interferir en el progreso de Catalina.
—Buenos días —comenzó Don Rafael, su voz grave y pausada llenando el silencio—. Los he llamado a ambos porque necesito hablarles sobre la dinámica de trabajo en relación con el proyecto de Catalina.
Leonardo frunció el ceño, sintiendo una punzada de alarma. ¿Qué estaba tramando su padre ahora?
—Padre, no entiendo… —comenzó Leonardo, intentando mantener un tono de falsa i