La paciencia de Catalina se había desgastado como un engranaje mal lubricado. Las constantes escaramuzas entre Rodolfo y Leonardo habían transformado la oficina, que antes era su refugio de concentración y creatividad, en un campo de batalla silencioso pero palpable. Cada mirada cargada, cada comentario velado, cada intento de uno por eclipsar al otro, la distraía, la frustraba y, lo que era peor, amenazaba con descarrilar el proyecto que tanto significaba para ella.
Finalmente, decidió que no podía seguir soportando esa atmósfera tóxica. Con una determinación grabada en cada línea de su rostro, se dirigió al despacho de Don Rafael. La puerta, imponente y de madera oscura, parecía un umbral hacia la cordura en medio del caos.
Don Rafael, un hombre de semblante sereno y ojos penetrantes que habían visto pasar generaciones de la familia Santini y sus intrigas, la recibió con una calma que contrastaba con la agitación que Catalina sentía por dentro.
—Catalina, hija. ¿Qué te trae por aquí