Camille siempre supo cómo sonreír sin sentirlo. Era un arte que perfeccionó desde los siete años, cuando su madre, impecable en tacones y perfumes caros, le dijo por primera vez: “Nadie quiere a una niña triste. Compórtate como una Leclerc”. Aquella tarde, lloraba porque su padre no había asistido a su recital de ballet. Él estaba "atrapado en una reunión de negocios", como siempre.En aquel tiempo, Camille solo era una niña que quería, pedía y ansiaba a gritos la atención de su padre. Quería que la viera, la notara, quería que su padre se sintiera orgulloso de ella, pero, a pesar de todos sus intentos, eso parecía no suceder nunca.A medida que creció, Camille aprendió que el amor era algo que se ganaba, que se merecía con esfuerzo, con perfección. Su madre, siempre exigente, la moldeaba como una pieza de porcelana. "Postura, Camille. Voz suave. Nada de berrinches. Las emociones se entierran, o se ahogan, pero nunca, nunca se muestran, de lo contrario, pensarás que eres una debiluc
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