Susurros, gemidos contenidos, el ritmo de la respiración que se entrelaza con la mía: todo compone una música antigua y feroz. Nuestros cuerpos hablan en tono grave, en cadencia, sin necesidad de describir lo que ocurre.—¡Joder, Nik…! ¡Ah! ¡Nikolaus…! —me llama, y su voz se quiebra como un cristal que vibra.Siento como sus paredes se contraen a mi alrededor y todo mi cuerpo responde como un animal antiguo: sus movimientos hacen que el mundo se reduzca a sus ojos, a su respiración, a ese temblor que nace en ella y me atraviesa. Cada gesto suyo me obliga a hundirme más en ella; la intensidad sube, se hace música y amenaza con arrastrarnos. Maldigo en silencio porque me muestra las estrellas demasiado pronto, porque la necesidad me consume con velocidad y sin tregua.Ella lo sabe y juega con ello, se entrega y se recoge con deliberada provocación, y un gemido se escapa de mí, auténtico y sin máscara. La ardiente cercanía entre nosotros eclipsa todo: tiempo, razón, prudencia.—No lo hag
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