El cielo estaba nublado, de ese gris que parece congelar el tiempo. Aunque ya era de día, la casa seguía envuelta en un silencio cálido. La tormenta de la noche anterior había dejado rastros de humedad en las ventanas, como si el mundo también hubiese llorado.Eliana, así recuperara la memoria, no sabía que Samuel era su hijo. Aquella mujer había jugado muy bien sus cartas. El engaño fue tan perfecto, tan meticulosamente cruel, que ni el más profundo amor de madre había logrado abrirse paso entre las sombras del olvido.Arriba, Samuel dormía profundamente, ajeno a todo. Su pequeño cuerpo descansaba con tranquilidad, abrazado a su peluche favorito, con la respiración pausada y los párpados temblando, quizás soñando con dragones y castillos, o con los juegos del día anterior.Abajo, Eliana estaba sentada en el sofá, con una manta sobre las piernas y la mirada vacía. Sus ojos estaban enrojecidos, y sus dedos se entrelazaban con ansiedad. A su lado, José Manuel caminaba de un lado al otro
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