Elizabeth se lanzó en su cama y dejó que las lágrimas le rodaran por las mejillas. Su cuerpo temblaba, como si cada parte de ella estuviera desmoronándose lentamente. Sentía que no podía respirar, que su pecho dolía, que su piel se desgarraba muy lentamente. Un peso invisible se le había echado encima, haciendo que todo fuera aún más difícil de soportar. Se abrazó a sí misma, con las manos cubriéndose el rostro, como si eso pudiera detener el torrente de emociones que la arrasaban. «Solo es un hijo», pensó, pero esa frase se rompió apenas cruzó su mente. No podía engañarse. Sabía que era mucho más que eso. Se puso la almohada en la cara y comenzó a gritar, dejando en la almohada todo su dolor. ¿Cómo era posible que con la edad que tenía estuviera sufriendo por amor? El pensamiento la martilló, recorriendo cada rincón de su mente, mientras las lágrimas continuaban cayendo sin cesar. La angustia la consumía, la rabia la quemaba por dentro. Llevó las manos a su vientre y lo acarició c
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