SILVANO Di SANTISCaminó hacia mí como un huracán envuelto en bufanda.—¿Silvano? —dijo al detenerse frente a mí, jadeando un poco—. ¿Me estás siguiendo?—Yo…—¿Estás… bien? —su tono cambió en seco—. Tienes la cara pálida. ¡Estás sudando! — Se acercó a mí a tocarme la frente — Espera… ¿tienes fiebre?—No es nada. Puedes volver con tu amigo.—Silvano… estás ardiendo. Dios mío. ¿Has estado con fiebre y parado acá? ¿Estás loco?—No necesito…—¡Silencio!Me agarró del brazo y, contra todo sentido común, me dejé llevar. Anny pidió un taxi, me hizo subir y dio la dirección de mi departamento sin siquiera preguntarme.—¿Cómo sabes dónde vivo?—¡Porque soy inteligente! Y porque Paolo me lo dijo una vez por si pasaba algo. ¡Y esto cuenta como “algo”, por si no lo sabías!No dije nada más. Cerré los ojos. Ella se quedó observándome en el trayecto, con esa mezcla de enojo y miedo que solo ella podía sostener sin quebrarse.El departamento me recibió con su típico silencio ordenado. Anny irrumpi
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