ADELINE DE FILIPPIEl auto serpenteaba por caminos rurales, rodeado de campos dorados por el sol y casas antiguas de piedra, con techos de tejas anaranjadas que parecían pintadas por algún artista nostálgico. Asher manejaba con una sonrisa orgullosa, señalando cada rincón con entusiasmo. Estaba feliz, emocionado como un niño pequeño que está por mostrar su juguete favorito.—Aquí nací, bueno, en el hospital del pueblo de al lado —rió—, pero aquí di mis primeros pasos, aprendí a andar en bici, me dí uno que otro golpe y perdí mis dientes de leche en el intento y a enamorarme de los libros.—Es un lugar precioso —le dije, y lo decía en serio. Había algo en ese paisaje que te hablaba al alma, algo auténtico, sin máscaras.Lucien, a mi lado, permanecía en silencio. Su mano sostenía la mía sobre su muslo, pero su mandíbula estaba tensa. Lo conocía demasiado bien. Sabía que su cabeza no paraba desde que vimos a Asher por primera vez.Cuando llegamos a la casa, una pequeña vivienda blanca co
Leer más