Pasaron tres días en un silencio antinatural. Después de la tormenta de la noche de mi "ataque", esperaba gritos, interrogatorios, una presión constante. En cambio, obtuve quietud. Rheon no había vuelto desde aquella madrugada, y los guardias fuera de mi puerta eran estatuas silenciosas. Esta calma era más desconcertante que cualquier amenaza abierta. Era la quietud del depredador que se agazapa antes de saltar, y yo pasaba las horas observando las sombras, esperando el más mínimo movimiento, la más mínima señal de mi nuevo espía.Mi jaula de oro era cómoda, la comida abundante, pero sus barrotes, forjados con la falsa protección de Rheon, eran tan infranqueables como el hierro. Estaba atrapada en un limbo, una reina moviendo piezas en un tablero que no podía ver. Y en este juego, la ceguera era una sentencia de muerte. Necesitaba a Dorian.La oportunidad llegó al cuarto día. Un golpe seco en la puerta rompió la monotonía. —Luna Naira —anunció un guardia con voz neutra—. La sanadora A
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