Hilda, Lionel y Alexander cenaban en un silencio denso, apenas perturbado por el tintinear de los cubiertos sobre la porcelana. Cada bocado, cada movimiento, se sentía frío y calculado, como si la mesa fuera el escenario de un ritual ancestral. —Todo exquisito, tía Hilda… como siempre —musitó Alexander, con una reverencia que rozaba lo servil. Hilda respondió con una sonrisa sinuosa, satisfecha. De los hijos de Lionel, Alexander era su predilecto: dócil, moldeable, un instrumento útil para sus propósitos. Noah, en cambio, era el rebelde, la espina que no lograba arrancar. Lo odiaba y lo admiraba en la misma proporción. Aarón, el más joven, todavía era un enigma en su tablero de ajedrez; sus impulsos rebeldes prometían ser igual de peligrosos, pero más fáciles de dirigir. Ella no había renunciado a domar a Noah, como antaño había do
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