En Capitalia, el despacho de la mansión de Lord Henry Cavendish, estaba impregnado de un silencio pesado, roto únicamente por el sonido ocasional del fax, como el eco distante de un tambor anunciando cambios inminentes. Lord Henry, con la mirada perdida en el retrato de su hijo menor Henry y el de Javier, sentía cómo el peso del pasado se fundía con la promesa de justicia futura. El papel que sostenía entre sus dedos era más que un certificado; era el preludio de una redención largamente esperada. Los documentos que confirmaban la inclusión de Javier, Henry y Hanriet en el linaje de los Cavendish llegaron uno tras otro, cada uno un paso más hacia la restauración de su legado. Las lágrimas del anciano Lord no eran solo de dolor, sino también de un alivio tardío, una especie de catarsis que solo la verdad y la justicia podían proporcionar. —¿Qué significa esto, mi Lord? —preguntó Jeeves, su voz rompiendo la quietud del despacho. —Significa, Jeeves, que el juego final está en marc

Lady Sabina tomó el cheque de las manos de Lord Henry, sus dedos rozando el papel con una mezcla de codicia y sorpresa. La suma que veían sus ojos era más que suficiente para iniciar la restauración de la mansión Cavendish con una opulencia que superaría cualquier expectativa. La cantidad escrita en elegante caligrafía era un testimonio del inmenso poder y riqueza que la familia aún controlaba, a pesar de los oscuros eventos recientes. —Henry, esto es... —empezó a decir, pero las palabras parecían insuficientes para expresar la magnitud de su ambición desatada. —No hay nada demasiado bueno para la mansión Cavendish, ni para nuestra familia —dijo Lord Henry con una voz firme, aunque su mirada era inescrutable—. Deseo que todo sea de la más alta calidad, desde los materiales hasta los artesanos. La sociedad debe ver lo que los Cavendish representan y eso te incluye a ti querida, deberás ostentar las joyas más valiosas. Ese día debes estar deslumbrante para recibir tu título de Lady S

La frustración lo consumía. Cada esfuerzo había sido en vano, cada plan meticuloso había fallado. La fortuna Cavendish estaba ahora más allá de su alcance, protegida por el título y la influencia que Lady Sabina ostentaría como Lady Sabina Cavendish. —Debo encontrar una manera...— gruñó Javier, sus ojos ardientes con un fuego frío y calculador. —No permitiré que esta farsa continúe. Si no puedo tener la fortuna Cavendish a través de Sofía, entonces debo destruir lo que Sabina ama más. Era un hombre consumido por la venganza, un alma que había dejado atrás cualquier atisbo de moralidad en su búsqueda implacable para asegurarse de que si él no podía ganar, entonces todos los demás perderían. La guerra no había terminado; apenas comenzaba una nueva batalla, y Javier Lopez estaba decidido a ser el arquitecto de la caída de Lady Sabina Cavendish. Yavier permanecía en las sombras de la habitación, su figura casi se confundía con el oscuro mobiliario que lo rodeaba. Sus ojos seguían c

Justo cuando estaba a punto de interrumpirlos, una mano lo detuvo con urgencia. Giró para encontrarse con los ojos llorosos del mayordomo del joven Lord, un hombre que siempre se había mantenido compuesto y reservado. La súplica en su voz era inconfundible y desesperada. —Por favor, mi Lord, deje que la señora Sofía lo ayude a querer vivir —imploró el mayordomo, la emoción quebrando su voz habitualmente firme—. Por favor, mi lord, el Joven Lord está rindiéndose y anhela que el sufrimiento termine. Él siempre ha admirado a su esposa; quizás ella logre que no se rinda. Por favor, mi Lord. Las palabras del mayordomo golpearon a César. Se quedó paralizado por un momento, su mente debatiéndose entre el deseo de intervenir y la necesidad de confiar en Sofía. La realidad de la situación se asentó en él; esto iba más allá de los celos o del orgullo personal. Estaba en juego algo mucho más importante: la voluntad de vivir de un joven que estaba perdiendo la batalla contra su propia desespe

Teresa Vivaldi estaba sentada frente a unos agentes que afirmaban ser del banco, aunque había algo en su actitud que la mantenía en alerta. Esa mañana había recibido un mensaje de Sofía, en el que le advertía de la visita para hacerle ciertas preguntas y, si todo resultaba ser verdad, le devolverían el dinero. Atrapada en una oleada de júbilo inesperado, Teresa no había tomado las precauciones que solía tomar. ¿Había bajado la guardia demasiado pronto? —Señorita Vivaldi —empezó el más serio de los dos agentes—, ¿sabe por qué estamos aquí? —Sí, la señora Sofía me informó hace poco —respondió Teresa con una sonrisa forzada. —¿Es amiga de la señora Sofía? —No exactamente. Diría que somos rivales en el amor; ambas queríamos casarnos con César. —¿Y cómo explica que todo su dinero haya terminado en las cuentas de la señora Sofía? Para ser rivales, eso parece bastante inusual, ¿no le parece? Teresa se removió incómoda en su asiento. La pregunta del agente había iluminado una verdad qu