El pasillo de las villas olía punzante a hibisco, una fragancia dulce que luchaba por imponerse al recuerdo salino y metálico de la brisa marina. A lo lejos, los ecos del caos se habían desdibujado, como si la noche, benévola, intentara engullir la violencia del disparo. Hugo caminaba en silencio, la camisa pegada al cuerpo por el sudor frío, la gasa improvisada ladeada, y un latido sordo, casi imperceptible, martilleándole el oído izquierdo. Ana lo seguía a un paso, la espalda tensa, las manos hechas puños a los costados, reprimiendo el impulso de alcanzarlo, de verificar con sus propios dedos la magnitud del daño. La herida era superficial, se decía. Pero el miedo... el miedo era un nudo helado en su pecho.Al llegar a la puerta de la habitación, Ana deslizó la tarjeta magnética sin pronunciar palabra. La luz ámbar del pasillo se extinguió tras ellos, tragándose sus siluetas como una cortina de humo denso. Adentro, el silencio era distinto, un vacío cargado de una intimidad opresiva
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