La mañana del adiós amaneció con la calidez dorada que precede a un día pleno, como si el sol mismo quisiera envolverlos en un último abrazo antes de su partida. El aire, aún impregnado del suave murmullo del mar de la noche anterior, se mezclaba ahora con el ajetreo creciente del resort. Carritos de maletas chirriaban sobre los adoquines, turistas con el rostro aún marcado por el sueño cruzaban el lobby, sus sonrisas teñidas de una dulce nostalgia por los días vividos. Se respiraba esa atmósfera peculiar, ese silencio expectante que anuncia el final de algo hermoso.Dentro de la villa, Ana cerró la maleta de los niños con un suave clic. No solo guardaba ropa doblada; cada prenda parecía contener un eco de sus risas en la piscina, la textura pegajosa de sus manos cubiertas de helado, la suavidad de sus abrazos bajo la sombra fresca de las sombrillas. Chiara danzaba en círculos, el vuelo de su vestido de lunares llenando el espacio de color, mientras Bernardo, con la lengua asomando en
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