La luz, con la timidez de un recién llegado, se colaba entre las cortinas del bungalow, pintando líneas doradas sobre las sábanas revueltas, testigos silenciosos de una noche compartida. Hugo abrió los ojos con una lentitud dulce, el cerebro aún envuelto en la bruma del sueño, hasta que sintió un peso cálido y familiar sobre su brazo. Chiara dormía profundamente, su pequeño cuerpo pegado a su pecho, su respiración apenas un susurro contra su piel. A sus pies, Bernardo yacía atravesado, una pierna colgando despreocupadamente del colchón, su pequeño puño aferrado al peluche de dinosaurio, su guardián de felpa.
Era temprano, el silencio solo interrumpido por el lejano murmullo del mar, pero para Hugo, ese instante poseía una perfección frágil, una promesa silenciosa que temía romper con el más mínimo movimiento.
Observó a sus hijos —sus hijos, la posesión grabándosele por primera vez en el alma— dormir con esa paz profunda e inconsciente que solo conocen los niños cuando se sienten amado