CAPÍTULO 5. ¡Obedéceme!

Sus rodillas se aflojaron y el mundo comenzó a darle vueltas, pero en cuanto él hizo un ademán de sostenerla, el instinto de Marianne la llevó a pegar la espalda a la pared y cerrar los ojos con un gesto brusco.

—¡Por favor no me toques…! ¡No me toques…! —suplicó porque no quería tener con él esa reacción horrible que ocurría cada vez que alguien la tocaba.

—¡Oye, oye! ¡¿Sí sabes que el malo es ese, verdad?! —gruñó Gabriel señalando al hombre desmayado en el suelo—. ¿No se nota que acabo de salvar tu ilustre trasero de princesa consentida?

Marianne abrió los ojos y se quedó mirándolo estupefacta. Parecía molesto y frustrado, y ella solo bajó las manos, llevándolas a su pecho.

Marianne sentía que no podía respirar, como si su pecho se hubiera llenado demasiado de aire y no pudiera sacarlo. ¡Era él! ¡El hombre que la había salvado estaba frente a ella! ¡Era él!

Pero cuando lo vio inclinarse y decirle aquellas palabras que parecían tan simples: «Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…», todo su mundo pareció colapsar.

—¿Tú…? ¿Tú sabes quién soy…? —murmuró con los labios temblorosos y la expresión de Gabriel se relajó, porque no podía identificar si estaba perdida o desesperada, pero algo por el estilo estaba.

—¡Por supuesto que te conozco! Eres Marianne Grey, hija de Hamilt Grey, magnate de la industria armamentista, contratista militar, amigo del Ministro de Defensa —recitó Gabriel y todo el brillo en los ojos de Marianne desapareció en ese instante.

—¿Solo… solo eso? —balbuceó y él arrugó el ceño cruzándose de brazos.

—¿Hay algo más que debería saber? —gruñó y Marianne bajó los ojos, decepcionada, comprendiendo que él no se acordaba de ella, solo repetía su nombre como el de cualquier otra persona que hubiera estudiado en un archivo. 

Sintió que su corazón se encogía de dolor, ella había pensado en él cada día de cada semana, de cada mes, de cada año durante los últimos ocho años… y él no debía haber pensado en ella ni una sola vez cuando no la reconocía. Levantó los ojos y los clavó en los suyos y aquel hombre de uno noventa retrocedió un paso.

—Tú… ¿qué haces aquí…? ¿Cómo te llamas? —preguntó Marianne limpiándose las lágrimas.

—Mi nombre es Gabriel Cross, soy Delt… —se interrumpió por un segundo, porque a veces le costaba recordar que ya no era un agente Delta de las Fuerzas Especiales—. Soy guardaespaldas. Me pidieron que te encontrara y te llevara de regreso a la casa de tu padre.

Marianne pasó saliva y achicó los ojos, mientras la emoción de conocer a su ídolo desaparecía.

—¿A la casa de mi padre? ¿Como para qué? —gruñó precavida.

—Pues eso debe saberlo tú mejor que yo, ¿no? —dijo Gabriel mientras le indicaba hacia la camioneta con un gesto de autoridad—. ¡Vámonos!

—¡Vete solo! ¡Yo en eso no me subo! ¡Y no pienso regresar! —le espetó haciendo acopio de valor y lo vio ponerse rojo de la frustración

—¡Oye, niña! ¡Tu hermano me dijo que te llevara…!

—¡Me importa un cuerno! —En aquel justo momento Marianne no sabía si le molestaba más que él la hubiera olvidado, o que trabajara para su hermano. 

—¡Mira chiquilla! ¡Fui Comandante de las Fuerzas Especiales cinco años y todavía no ha nacido el hombre que me desobedezca, menos una culisucia como tú! ¡Así que te subes a la camioneta, o te juro que te amarro al parachoques y vas a ir corriendo detrás de mí desde aquí hasta tu casa! ¡Súbete! ¡Ahora! 

Marianne lanzó tres maldiciones peores de las que él decía, pero subió al asiento del copiloto de aquella camioneta. 

«Maldito estúpido idiota creído. ¡Obedéceme, obedéceme!», pensaba y su cara reflejaba todo aquello. Pero de repente algo más le cruzó la mente. «¡Maldición, es él!»

¿Qué importaba si trabajaba para su hermano? Odiaba eso, pero también significaba que lo tendría cerca… ¡Lo tendría cerca! Su corazón se disparó. ¡Lo tendría cerca! ¡A él! ¡Su sueño de ocho años hecho realidad!

—¡Oye! ¿estás bien? —preguntó Gabriel cuando la vio sentarse de lado e inclinarse hacia él con los ojos brillantes

De repente ella había perdido todo el espíritu de batalla y lo miraba con cara de cachorrito perdido… ¡Pero muy perdido! ¿¡Eh!?

—Me salvaste —murmuró Marianne.

«¡Joder, lo que me faltaba! ¡Es bipolar!» pensó Gabriel mientras aceleraba y volvía a mirarla casi con miedo.

—¡No, no, no! ¡Yo no hice nada! —aseguró tratando de restarle toda la importancia—. Solo le di un cabezazo a un tipo. ¡Eso definitivamente no cuenta como salvar!

—¡Pero él tenía una navaja! —insistió Marianne. 

—¡No, no, no! ¡Eso tampoco cuenta como arma! ¡Yo no hice nada! ¡Estoy seguro que tú habrías podido con él! —recalcó porque ella lo estaba mirando con cara de loca… ¡Pero muy loca! ¿¡Eh!?

El sonido su celular lo sobresaltó y Gabriel oprimió el botón sin siquiera mirar, solo por salir de aquella situación tan incómoda.

«¡Gabo! ¡Buenas noticias!» Se escuchó la voz de Max en la grabación. «Hablé con uno de mis contactos y me dijo que tiene un trabajo para ti en un equipo especial de recuperación de rehenes. Necesitan un jefe de equipo, es trabajo para un experto como tú. Sé que te va a ir fenomenal, o por lo menos vas a ser más feliz que como guardaespaldas».

La grabación se terminó y Gabriel hizo un gesto de victoria que murió en el mismo segundo en que escuchó aquellas palabras:

—¿No eres feliz? ¿Te vas a ir? ¿Irte a donde…?

—¡Oye, oye, chiquilla! Eso es asunto mío, no tiene nada que ver contigo —rezongó.

—Es que yo… de verdad creo que te mereces ser feliz… —murmuró Marianne y él pasó saliva. ¡Estaba loca!

—Yo también lo creo…. ¿Gracias? —murmuró elevando los ojos: «¡Diosito, no ayudas, cuando no me llueves me lloviznas, cabrón!»

—Me gustas mucho —sentenció Marianne y aquel gigante de uno noventa estuvo a punto de ponerse a toser y la miró con ojos muy abiertos: ¡era una cachorrita perdida loca de remate!

—OK, OK… supongo que… es lindo agradarte… ¿Sí? Muy lindo… pero no te me vas a restregar contra una pierna ¿verdad?

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