CAPÍTULO 3. Tráela

Marianne sentía que le sudaban las palmas de las manos y se le secaba la garganta. En la puerta su madrastra recibía a todos con su sonrisa falsa de siempre y cuando la muchacha miró a su padre, solo vio una resignada tristeza en sus ojos.

¡Lo iba a permitir! ¡Su padre lo iba a permitir!

Se dio la vuelta para salir de aquel lugar cuando casi se dio de bruces contra el cuerpo desgarbado de su hermano.

—¡No! —le gruñó con fiereza y Astor arrugó el ceño.

—«No» ¿qué?

—¡No voy a permitir que me cases con nadie! ¡Yo no soy uno de tus artículos de inventario!

La mandíbula de Astor se tensó visiblemente al darse cuenta de que Marianne conocía sus planes.

—Vamos al despacho, no voy a permitir que hagas escándalos aquí.

—No quiero… —Pero en cuanto trató de tomar otro camino vio a Asli cortarle el paso.

—Si no quieres que te agarre por un brazo, te dé uno de tus ataques de ansiedad y te desmayes, te sugiero que camines hasta el despacho o te juro que te llevo a rastras —siseó Astor con furia bien disimulada y Marianne casi se encogió sobre sí misma.

Pasaron algunos segundos pero finalmente dio un paso detrás del otro y acabaron los tres encerrados en el despacho.

—¿Qué sabes? —escupió su hermanastro pareándose frente a ella con gesto amenazante.

—¡Que me quieres casar con un tipo solo para conseguir un contrato para la empresa! —respondió Marianne con los dientes apretados.

—No es cualquier contrato, lo necesitamos para salvar la empresa —le gruñó Asli.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —le reclamó Marianne y su hermanastro se rio con desprecio.

—¿Ves lo que te digo, hermanita? ¡Esta estúpida ni siquiera tiene ni idea de lo que trabajamos para que ella estudie su mierd@ de carrera! —le escupió su hermano—. ¡Escúchame muy bien, idiota! El Ministro quiere que te cases con su hijo, y te vas a casar aunque tenga que llevarte amarrada a ese altar.

—¿Y porqué tengo que ser yo…?

—Pues a él le da lo mismo que seas tú o quien sea —gruñó Astor—. Pero necesitan una esposa para tapar la porquería de su hijo, que al parecer es gay.

Y Astor decía «al parecer» para no morderse la lengua con la mentira, porque los rumores en la calle no hablaban de su gusto por los hombres sino de su violencia, incluso decían que había echado a una de sus amantes por una ventana para disimular la brutalidad con que se la había follado.

—¡Pero yo no puedo…! ¡No quiero! —exclamó la muchacha con las lágrimas asomándole a los ojos.

—¡Ya deja de hacer drama, Marianne! ¡El tipo ni siquiera te va a tocar! —siseó Asli—. Tú eres la única que puede hacer esto y papá ya está de acuerdo conmigo.

Marianne recordó la expresión de su padre y se le rompió el corazón.

—¿De verdad estás de acuerdo con eso? —murmuró.

—Tiene que estarlo, porque tanto Asli como yo trabajamos para la empresa, la única inútil en esta casa eres tú.

Su hermanastra se contoneó mientras caminaba hacia ella y sonrió con desprecio.

—Tú solo eres una arrimada, entiéndelo de una vez. No te queremos en esta casa y papá no va a defenderte. No te quiere, nunca te ha querido, y ya se le está acabando hasta el sentido de obligación que tiene contigo. Así que o te casas con el cabroncito del hijo del Ministro, o te largas de esta casa de una buena vez, ¡porque nosotros ya no mantenemos vagos!

Marianne retrocedió mientras esquivaba las miradas de sus hermanastros y se dirigió a la puerta.

—¡Por favor ábranme, por favor… no puedo respirar…! —murmuró golpeando la madera con las palmas de las manos, pero la de su hermanastro se cerró sobre la manija antes de mirarla a los ojos.

—¡Tienes cinco minutos para que se te pase el drama y regresar al salón! ¡O te juro que lo vas a lamentar, mugrosa!

En cuanto la puerta se abrió, Marianne salió corriendo como si el diablo la estuviera persiguiendo. Se encerró en su habitación y abrió su closet. El instinto de supervivencia la gobernaba, y la hizo llenar una bolsa pequeña con las cosas indispensables para ella. Unas pocas mudas de ropa, zapatos cómodos, recuerdos de su madre y su cuaderno de dibujo. Bajó las escaleras y sabía que inevitablemente la verían, por suerte cuando su mirada se cruzó con la de su hermanastro, ya estaba alcanzando la puerta de la cocina.

Marianne le enseñó los dos dedos del medio antes de levantarse la falda del vestido y salir corriendo.

—¡Maldición! ¡Marianne! —gritó Astor—. ¡Marianne!

—¿Algún problema? —preguntó un hombre de unos veinticinco años, con cara de engreído, que venía llegando; y que Astor enseguida identificó como el hijo del Ministro de Defensa.

—Sí, Benjamin, tu novia se está escapando —siseó Astor.

Benjamin Moore se giró con aburrimiento hacia un hombre que venía tras él, con lentes oscuros, pantalón y botas de campaña sin importarle que estuvieran en un evento formal.

—¡Tráela! —le gruñó a su guardaespaldas—. Preferiblemente entera.

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