CAPITULO 5. El favorito

Debían ser aproximadamente las ocho de la mañana, cuando Ángel Rivera se despertó, sobresaltado por el sonido estridente de aquel teléfono. Había pasado la noche en el despacho de su padre, en el edificio de oficinas de la Compañía.

Había bebido, había pensado, había repasado cada detalle en su mente y luego se había quedado dormido, porque la explicación la tenía, pero la solución para el problema, no.

Apretó el botón del intercomunicador y la voz aguda de la secretaria de su padre sonó en el aparato.

—Señor Rivera, tenemos una llamada entrante del aeropuerto de Honolulu.

Ángel arrugó el ceño y se humedeció los labios antes de mordérselos.

—Muy bien, transfiera la llamada —le ordenó y la voz de un hombre mayor se escuchó al otro lado.

—¿Hablo con el señor Rivera?

—El mismo. ¿En qué puedo servirle? —respondió educadamente.

—Señor Rivera, esta es una noticia difícil de dar, pero me temo que algo ha sucedido. Su compañía aparece como propietaria de la aeronave Gulfstream G650, con el Código HEX: N78JK1. ¿Es correcto?

Ángel contuvo el aliento. Sí, en ese mismo avión se había marchado su recién adquirida esposa con su…

—Sí, es nuestro —dijo secamente.

—El avión tenía un itinerario de vuelo desde Los Ángeles, California, hasta Honolulu, Hawái —continuó el hombre—. Debió aterrizar en horas de la noche, pero nunca llegó, el radar del aeropuerto internacional de Honolulu lo perdió dirigiéndose hacia el Pacífico Norte.

—¿¡Cómo!? —Ángel sintió que el corazón se le aceleraba—. ¿Cómo que lo perdieron?

—Lo lamento, señor Rivera. Sabemos que iban dos de sus familiares y los pilotos —dijo el hombre viendo el reporte de vuelo—. La desaparición de una aeronave es un caso delicado, así que pedimos ayuda a la Fuerza Aérea de la isla. El avión cayó en medio del océano; según los cálculos de los expertos, debió estrellarse al terminársele el combustible.

Ángel cayó sentado en la silla de su padre, aturdido.

—Lo siento, señor Rivera, pero no se esperan sobrevivientes. La Fuerza Naval intentará hacer un rastreo, pero son miles de millas de mar abierto, y los aviones no flotan.

—¡No me diga! —le gruñó Ángel aunque sabía que se refería a los fragmentos.

—Lamento mucho su pérdida, señor Rivera, lo mantendremos al tanto de la investigación.

Ángel apoyó los codos en la mesa y escondió la cabeza entre las manos. Cada una de las conversaciones que habían sucedido en aquel despacho durante la última semana llegó a su cabeza.

—Hijo, siéntate, tenemos que hablar —había dicho su padre hacía cuatro días, y Ángel sabía que cuando Gael Rivera se ponía así de serio, solo quería hablar de dinero—. El socio de tu abuelo, Alejo Reyes, se está muriendo. Acabo de colgar con su abogado… y con los nuestros.

—¿Con los nuestros? ¿Por qué?

—Alejo y tu abuelo siempre han sido grandes amigos, y cada uno a su manera hizo disposiciones para unir a las familias, ya lo sabes bien…

—¡Y también sé que nadie va a cumplir esas disposiciones! —había replicado él con molestia—. Yo vivo para esta empresa, no me interesa casarme, y Darío es un animal salvaje. ¡No lo hemos visto en más de tres años! ¡Solo vive para sus estúpidos deportes extremos…! ¡Aunque honestamente no sé de qué carajos vive porque ya se gastó todo su fideicomiso!

—¡Y aun así, tu hermano es el favorito de tu abuelo Martín! ¡No deberías olvidar eso! —le había recalcado su padre.

Siempre había sido la misma historia, porque aunque eran idénticos como dos gotas de agua, no podían tener el carácter más diferente. Ángel era el gemelo centrado, el estudioso, el que siempre complacía a su padre en todo. Darío era el que siempre se metía en problemas, el que no soportaba un traje de etiqueta ni un evento de la compañía, el que se peleaba y se hacía tatuajes antes de tener incluso dieciocho años.

Pero por desgracia su padre tenía razón, aunque Ángel era el que dirigía aquella compañía, el favorito del abuelo, que era dueño de absolutamente todo, seguía siendo Darío.

—¡Eso no importa! —había tratado de convencerse Ángel—. ¡El abuelo puso en el testamento que lo heredaría el primero que formara una familia! ¿Y adivina qué? ¡A ninguno de los dos nos interesa!

—¡Pues las cosas están a punto de cambiar, hijo, porque Alejo Reyes está muriendo y su nieta se queda sola y desamparada! Mandó a sus abogados a hablar con tu abuelo, para solicitar que uno de ustedes se case con ella y la ayude a dirigir la parte de la empresa que está en España —le había explicado su padre con exaltación—. La única razón por la que llevamos la ventaja es que tuvieron que hablar conmigo primero y yo los convencí de que tú eras el adecuado, ¡porque si hubieran llegado con tu abuelo, es probable que hubiera hecho a Darío casarse con la huerfanita y le hubiera dejado todo y nos hubiéramos quedado sin nada! ¡SIN NADA!

Su padre había golpeado aquel escritorio con frustración y él había entendido que si no estaba dispuesto a hacer algo, todo su trabajo en aquella empresa se iría al demonio.

—¿Qué quieres que haga? —lo había interrogado, porque esa era siempre la pregunta que le hacía a Gael Rivera.

—¡Cásate! A tu abuelo tampoco le queda mucho tiempo. Cásate con la chica, intenta tener una buena relación con ella y haz que tu abuelo te lo deje todo a ti.

—¿Y crees que Darío no va a meter las narices y a tratar de arruinarlo? —le había espetado Ángel—. Hemos competido por todo toda la vida: los mismos autos, los mismos trofeos, las mismas mujeres… ¿Crees que no va a tratar de arruinarme esto?

—¡Por eso no vamos a anunciar la boda! ¡Lo haremos en secreto, ni siquiera le daré tiempo a la chica para que lo piense! ¡Voy a salir hacia España esta misma noche y me la voy a traer apenas muera el viejo! ¡Y tú te vas a portar como el caballero de brillante armadura que eres, porque si no…! ¡Si no podemos tener esta parte de la compañía… m@ldición, al menos tendremos la suya!

Ángel había pasado los siguientes dos días intentando digerir aquello, no le gustaba la idea, pero tampoco quería perder todo por lo que había trabajado.

Y le gustaba la vida que llevaba. Vivía en un departamento asquerosamente caro, manejaba un Porshe del año y tenía una amante a la que podía cogerse en la oficina porque también era una excelente asistente ejecutiva. Viviana era exactamente el tipo de mujer que le gustaba: trigueña, llena de curvas y con una garganta singularmente profunda.

Quizás por eso cuando había visto aparecer a Sahamara vestida de novia, con aquella delicadeza angelical, no había sabido si casarse con ella o ponerle un chupete para consolarla.

La apresurada boda había dejado a su padre satisfecho, no tanto al abuelo Martin, pero al menos no se había quejado.

Por raro que pareciera, Ángel no había sospechado que algo iba mal hasta que su vejiga había comenzado a traicionarlo. Apenas si había bebido algo, pero parecía que tenía que ir al baño cada quince minutos. Y cuando por fin había embestido la puerta de aquel baño con el hombro y la había encontrado atrancada, la única palabra que había salido de su boca había sido:

—¡Darío!

El sonido del avión despegando lo había dejado pasmado. Se había girado hacia la pequeña ventana del baño y se había lanzado afuera a través de ella, solo para llegar corriendo al jardín y encontrarse al estupefacto mayordomo.

—¡Pero señor…! ¡Usted…! —señalaba al avión que se alejaba y a él con los ojos desorbitados—. ¡Yo mismo lo vi subir…! ¿Cómo es que…?

—¡Ni una palabra de esto a nadie, Milton! ¡A nadie! —le había gruñido agarrándolo ferozmente por el saco, antes de escabullirse de la mansión.

Así había terminado durmiendo en la oficina, pensando en qué diablos iba a decirle a Gael Rivera.

Darío le había metido algo en la bebida, lo había encerrado en el baño y se había en aquel avión en su lugar, llevándose a su recién estrenad… ¡nop! ¡A su esposa sin estrenar!

Ángel había pensado en cada forma de hacerlo pagar por eso. Probablemente un escándalo familiar, para que el abuelo Martin viera de qué calaña era Darío, que le había robado a su esposa… pero primero tenía que pensarlo bien, hablarlo con su padre…

Sin embargo, lo que definitivamente no le había pasado por la mente, era que aquel avión ejecutivo pudiera caerse en medio del mar.

Levantó la cabeza, sin saber exactamente cómo se sentía con eso, pero extrañamente lo único que salió de su pecho fue un suspiro.

—¡Ay hermanito! ¡Apuesto a que hubieras deseado no tomar mi lugar!

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