Capítulo tres. ¿Señor?

—Dime que no aceptaste esta tontería —pidió Victoria mientras se bebían un trago en El Inframundo, según les habían comentado, era como tener un pedazo de Nueva York en San Francisco.

—Voy a demostrar que no soy el hombre que él cree, Victoria, le haré morder el polvo por donde piso —le aseguró y la muchacha suspiró.

—Eso suena genial, pero… ¿Qué te hace pensar que podrás contra él? —le cuestionó la joven italiana.

—¿Estás de su parte, no confías en mí? —preguntó Oliver con tono herido. Una cosa era que su familia ¡No! Su familia no, específicamente su padre, no confiara en él y lo viera únicamente como desperdicio, pero otra muy diferente era que Victoria, su mejor amiga, no confiara en él.

—Confío en ti, la muestra más clara es que atravesé un océano completo para estar contigo, Oliver. Pero a diferencia de ti, no estoy obsesionada con demostrar nada a mi familia. No es tu caso querido amigo y te estás dejando arrastrar por la corriente y tengo miedo que termines sumergido en sus profundas aguas y entonces no pueda hacer nada por ti —le explicó la joven, pero Oliver parecía reacio a comprender.

—Voy a demostrarle a mi padre y a Sebastián Cooper que soy tan capaz como cualquier otro hombre e incluso mejor que ellos y retomaré el control de Airplane— insistió tajantemente y Victoria solo pudo suspirar.

La noche fue demasiado corta para Oliver y a la mañana siguiente no se sentía tan preparado como había pensado para enfrentar a Sebastián Cooper, no sabía cómo su hermana podía vivir con un hombre como él; pero a todo eso… ¿Dónde estaba su hermana?

Dejó de pensar cuando su alarma le anunció que tenía cinco minutos menos para darse un baño y estar presentable. Suspiró y rogó al cielo no estar equivocándose. Había desafiado a Sebastián y era momento de mantener su palabra.

Una hora después estacionó su auto en el parqueo de la empresa, respiró profundo y se encaminó a su nuevo destino. Estaba tan nervioso que no había sido capaz de pasar un bocado, pero eso nadie debía saberlo.

—Buenos días —saludó a la mujer que era secretaria de presidencia.

—Buenos días, señor Campbell, el señor Cooper, lo espera en su oficina —le informó la mujer y por alguna razón un escalofrío recorrió su cuerpo.

Oliver era consciente que, si Sebastián reconocía el miedo en él, jamás sería capaz de respetarlo como a un igual y para eso estaba, para hacerle tragar sus palabras y hacer que mordiera el polvo por donde él pisaba.

Se armó de valor y empujó la puerta sin siquiera llamar.

—Buenos días, Sebastián —dijo parándose delante del hombre con una seguridad que estaba lejos de sentir.

—¿Nadie te enseñó a tocar la puerta? —preguntó el hombre con tono gélido.

—La secretaria dijo que estabas esperándome, así que…

—Eso no responde a mi pregunta Oliver. No puedes entrar a mi oficina como si fuera tu habitación. Aquí yo soy el jefe y te dirigirás a mí como el resto de los empleados. ¿Te queda claro o necesitas que lo repita? —Oliver apretó los dientes con disimulo, pero se vio asintiendo.

—Todo claro señor Cooper —pronunció obligándose a ser amable.

—Muy bien, al menos tengo la esperanza que no hay necesidad de repetirte las cosas, es algo que odio hacer.

—Si lo explica todo claro, no hay necesidad. ¿Ahora podría decirme cuáles son mis obligaciones? —preguntó el muchacho deseando salir de la oficina, porque estaba jodidamente tentado a maldecirlo por la eternidad.

Sebastián permaneció callado, se dedicó a ver al muchacho delante de él. Podía adivinar lo nervioso que estaba y lo mucho que luchaba para no quedar en evidencia. ¡Como si pudiera mentirle! “Pobre tonto, ni siquiera tiene una p**a idea de lo que le espera”, pensó con maldad.

—Vas a tenerme aquí esperando? —le escuchó preguntar y él no pudo evitar reírse para sus adentros.

Como empresario no tenía un buen concepto de la familia Campbell. Como parte de la familia obligatoriamente le restaba decir que tampoco tenía un buen concepto de la familia con la que había emparentado por cuestiones puramente de negocios, pero debía aceptar que lo único salvable de esa familia era Maya, su esposa.

—Trabajas para mí y si se me antoja tenerte parado todo el día delante de mí, así será Oliver —le anunció y con placer vio como el chico luchaba para contener su lengua. Solo necesitaba contar hasta tres para saber cuánto podía callarse, pero no llegó a ni a dos antes de escucharlo hablar.

—¿Quién diablos crees que eres maldito imbécil? Se te olvida que también soy dueño de esta empresa —vociferó con enojo.

—Con un veinticinco por ciento, que vendrían siendo nada —respondió con saña.

—Un veinticinco por cierto que te impide ser el dueño absoluto de esta empresa y eso te molesta ¿Verdad? Esa es la p**a razón por la que me tratas como la m****a. Ni siquiera me conoces Sebastián, ¿cómo sabes que no soy capaz?

Oliver supo que le había dado al clavo cuando vio el rictus en los labios de Sebastián.

—Será mejor que no olvides quién soy Oliver —pronunció con enfado.

—Te recomiendo lo mismo Sebastián Cooper. No soy un simple empleado —rebatió Oliver con un placer que le duró poco.

—Pero a diferencia de ti, yo sigo siendo el jefe —gruñó. —Ocúpate de ordenar los informes para esta misma tarde sin demora.

—Como ordene, señor Cooper—pronunció saliendo de la oficina con una ligera sonrisa en los labios. Por lo menos sabía una de las razones por las cuales su cuñado lo odiaba y le daría muchas más de las que él podía llegar a imaginar.

Sin embargo, Oliver estaba lejos de imaginar que los archivos eran tantos y pasó sumergido entre ellos por más horas de las que pensó, mientras sus compañeros salieron a comer él prefirió quedarse entre las cuatro paredes del cuarto de archivos. No encontraba razones para hacer lo que Sebastián le pidió, pero sí quería demostrar su valía, solo lo lograría demostrando al cretino que no tenía ningún problema en realizar lo que se le pidiera.

Pero una cosa era decirlo y otra muy distinta intentar cumplirlo sin pensar que perdía el tiempo metido entre papeles empolvados y que desde su perspectiva parecía que fueron puestos fuera de su lugar a propósito.

Cuando finalmente terminó su labor, la noche caía sobre la ciudad de San Francisco. Salió completamente satisfecho de su trabajo y con una sonrisa en los labios, que fue borrada tan pronto como vio a Sebastián.

—Demasiado lento —le dijo mirando su reloj.

—¿Qué? —preguntó indignado.

—Te ha llevado todo el día ordenar unos simples archivos, no creo que estés preparado para seguir mi ritmo de trabajo. ¿Deberías iniciar primero por servir el café? Aunque sinceramente dudó mucho que puedas hacer café, siquiera —se burló.

Oliver sabía que era una provocación deliberada, imaginó que Sebastián esperaba a que dijera algo para darle el gusto de humillarlo, pero se quedaría con las ganas

—Puedo prepararle el café mañana si lo desea, señor Cooper. Por ahora que tenga una buena noche —le dijo pasando de su lado.

—¡Espera! —Sebastián gritó, pero no imaginó que Oliver atendiera a su orden.

—¿Se le ofrece algo más, señor? —le escuchó preguntar, pero él no pudo pensar por un momento. La palabra “señor” en la boca de Oliver le causaba una extraña sensación, un placer absurdo e ilógico.

—Te veo mañana —respondió una vez que fue capaz de recuperar la voz.

Oliver no sé molestó en responder, continuó su camino, con una nueva idea en su cabeza. Una sorpresa que seguramente no le gustaría a Sebastián Cooper.

Con una sonrisa de diablillo en acción, tomó su móvil y marcó un número, necesitaba hacer dos o tres preguntas, pero bastaba una sola respuesta correcta para darle rienda suelta a su pequeña venganza.

Mientras tanto, Sebastián lo vio salir con dirección al ascensor. Se maldijo una y otra vez. No había ninguna necesidad de provocar al chiquillo Campbell, si Maya llegaba a enterarse seguramente no se lo agradecería, después de todo era su hermano menor. Los dos habían encontrado beneficios en su matrimonio por contrato y ninguno de los dos se metía en la vida del otro, siempre y cuando nada fuera de dominio público y pusiera su acuerdo en peligro.

Si lo pensaba bien, su matrimonio no había sido un verdadero sacrificio. Maya era lo más cercano que tenía a una amiga en mucho tiempo. Desde que se asoció con los Campbell y se puso al frente de las empresas, se olvidó de las salidas a centros nocturnos, se centró únicamente lo que era verdaderamente importante y como todo en la vida tenía su recompensa, él había aumentado las ganancias de la empresa en un cincuenta por ciento y la expansión de Airplane & Rent-Cars a otras ciudades y Estados. Su misión era convertirse en el máximo referente en el país con el servicio de aviones privados y autos.

Con aquellos pensamientos volvió a su oficina por su portafolio y las llaves de su auto, para volver a casa. Maya le había dicho por la mañana que necesitaba hablar con él de algo importante y como buen amigo y socio que era al menos con ella. No deseaba hacerla esperar.

Sebastián estacionó el auto en el garaje de su casa una hora más tarde, respiró profundo antes de apagar el motor y caminar al interior de la mansión que recientemente había comprado, uno de los lujos que ahora podía permitirse libremente.

Las dos copas vacías de vino sobre la mesita en la sala, le hizo fruncir el ceño y las risas provenientes del jardín encendieron su enojo. Una cosa era que le permitiera a Maya tener sus aventuras fuera de casa, pero otra muy distinta era que los trajera a ella.

Sus pies lo llevaron con más prisa de la que imaginó y antes de abrir la puerta de cristal del todo pudo escuchar la risa del hombre y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. “¿Qué demonios le pasaba?”, pensó antes de ver al dueño de esa risa.

—¡Tú! —gruñó al ver a Oliver Campbell sonreírle.

—Hola Sebastián —le saludó con burla. —O debo llamarte ¿Señor?

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