Capítulo VII

Permanece callado mientras argumento sobre todo lo que hallo en mi mente y le sea de utilidad. Le advierto casi todo lo que pasé en entrenamientos; los horarios: te despertabas a las tres de la mañana, si no dormías lo suficiente, valías, hasta adaptarte. El entrenamiento: diez horas de él, en donde te ganabas moretones a cada minuto. Ah, y la comida, no tan sabrosa, pues altas cantidades de avena es… aberrante.

—¿No se emplean armas de fuego?

Sacudo la cabeza.

—No, sería mucho ruido. Solemos utilizar silenciosas. Como mi espada, por ejemplo.

Sonríe, tímido.

—Es una katana —aclara.

—Espada es su nombre —mascullo—, en fin, también cuchillas, navajas, arcos, entre otros. Estamos chapados a la antigua.

—Ya veo.

—Para ser del sureste, estás muy sumido en la ignorancia —añado con burla.

—Para qué negarlo si estás en lo cierto.

La vergüenza es muy evidente. Carraspeo.

—No importa, igual aprenderás allá. —Intento sonreír para que su desfachatez pase al olvido de una vez.

Ya en la aldea, lo veo ponerse sorprendido y eso me hace dudar de nuevo.

Investigaré aquel problema de los leñadores.

¿Por qué la sorpresa? Todos los pueblos se parecen; misma estructura, ambiente, hostilidad… todo. Jo, eso me recuerda que mi padre debe estar preocupado en demasía.

Me detengo. Él se tropieza conmigo, pero no me importa en lo absoluto. Me restriego los ojos, m****a, estoy alucinando. Sacudo la cabeza por enésima vez.

—¿Sucede algo? —inquiere, preocupado.

—No, nada —murmuro.

Y me encantaría responder: —Sí, acabo de ver a mi yo pequeña en el umbral de la jodida puerta de mi casa.

—Solo recordé que quizá mi padre esté en casa.

—Si hay donde hospedarme por el momento…

—No, eres bienvenido en mi hogar.

Me agarra del brazo antes de abrir la puerta. Parece vacilar, de nuevo, como en toda la noche. Tiene guardada una pregunta, lo huelo.

—¿En qué eres experta?

—¿Experta? —Me gustaría alzar una ceja.

Asiente con el mentón.

—Combate cuerpo a cuerpo con armas blancas y sin ellas.

—¿A todos le enseñan eso en la guardia?

Muerdo el interior de mi mejilla.

—No del todo, solo básico e intermedio. —Disimulo una tos—. Mi padre me entrenó.

Él si puede alzar una ceja. ¡Envidia!

Me precipito al interior de mi hogar. Él vuelve a observar todo con asombro, un asombro ridículo, singular. Dejo cerca del marco —como siempre— la katana. Le señalo con un gesto que bien puede sentarse. Acata mi orden silenciosa. Es común y corriente la cabaña, con un aire hogareño relativamente espeso. No aparto la atención de su presencia mientras me acerco al motor que le da vida a la energía; hago mi mayor esfuerzo al jalar la palanca. ¡Magia! Las lámparas se prenden con su fulgor casi amarillo. No digo ni mu, él tampoco se esfuerza.

Entonces, me decido en analizar de nuevo sus ropas. ¿Dónde la habrá conseguido? Es difícil hallar una calidad como esa y… parece muy estúpido el que sospeche de él. No sé. No me parece tan verídica su coartada; titubeó mucho a la hora de responder, además, parecía muy extrañado con las demás cabañas, como si no viviese en un pueblo similar. Me muerdo la lengua. Mantendré con un ojo cerca de su espalda. Y mañana bien temprano, investigaré el supuesto problema de los leñadores. Por eso me negué a que buscase hospedaje en otro lugar, porque es mejor que esté cerca de mí. De ese modo, si sucede algo extraño, rebanarle el cuello o mantenerlo como prisionero. Se inclina. Yo me pongo rígida. Pero esa rigidez se esfuma cuando apoya sus codos en sus muslos.

Es más alto que yo, unos diez centímetros más. No es que me guste ser más alta de lo promedio, pero bueno, se acostumbra. Paseo el interés por su cabello que le llega hasta los pómulos y roza su camiseta fina a la altura de su nuca. Su complexión no es tan fuerte ni tan delgada, está en el medio. Y sus ojos… esos ojos oscuros no me revelan nada. Ah, y es pálido, tanto como yo, pero no como un chupasangre.

—Deseo decirte mi nombre —dice de un momento a otro.

Pestañeo. Me sumí mucho en examinarlo.

—No te daré el mío a cambio —aclaro apresurada.

—No me importa. Esto de los apodos no es lo mío, y si llego a morir, aunque sea sabrás un poco de mí.

Ceñuda, asiento. Tiene razón.

—Zelig, me llamo Zelig.

Dejo de apoyarme en la pared para acercarme y estrecharle la mano.

—Un gusto, Zelig, me llamo Red. —Nota las heridas en mis nudillos. No dice nada.

Ríe ante mi encanto.

Me alejo con lentitud. Aprieto los labios.

—Me temo informarte que solo te acompañaré al cuartel, nada más. Tengo vacaciones por seis días y he de aprovecharlos al máximo.

—No hay problema.

Doy un paso a mi habitación, pero me detengo.

—¿Te parece incómodo dormir en el sofá? —Niega—. Bien, te traeré cobijas entonces.

Me salgo por la ventana. Aún me duele la pantorrilla y las puntadas que me dieron a lo seguro ya están abiertas.

Mientras Zelig pretende que estoy en un quinto sueño, aprovecharé al máximo aquello para volver al sitio despejado lleno de sangre. Aunque me dé asco, hundiré los dedos en el líquido rojizo que halle aún en ese estado. Y probaré la viscosidad. Sí. Podemos rastrear al dueño del charco con tan solo probar una gota, de ese modo, podré encontrar con facilidad a dicha persona. Es como si la sintiera luego de hacer esa asquerosidad por una fracción de tiempo.

Lo malo es que tengo desventaja: voy desarmada.

Las otras cabañas están en penumbra e incluso llego a oír suaves ronquidos. Ellos sí están en su quinto sueño. Y yo aprovecho para escabullirme como un mapache sin ningún chismoso a la deriva.

Me escondo, con el corazón a mil, detrás de un árbol. Joder. No pensé que llegaría tan temprano. Padre es un comerciante, va y viene de diferentes pueblos, trayendo y dejando cosas. Por eso he pensado que es estúpido su oficio si buen puede entrenar muchachos en la guardia… como lo hizo conmigo.

Me siento vulnerable, me puede pillar. Sus sentidos son como el filo de un cruel cuchillo; tanto tiempo en la milicia lo hizo así.

La presión en mi pecho se torna inexistente. Sin embargo, siento un mal pálpito. Es como si algo más me dijera al oído que algo malo me encontraré, pero me arriesgo. Por algo la curiosidad mató al gato. Muevo las piernas en dirección al camino de tierra con las hojas secas ya tiradas en él; escudriño cada esquina y al llegar al lugar, la sorpresa casi me derriba. No hay ningún rastro de sangre, ni tan siquiera de la pobre fogata asesinada.

Poso las rodillas en el lugar exacto donde estuvieron las llamas. Paso los dedos por la arena, ceñuda. Esto es imposible. Sopeso cada hipótesis que mi mente me otorga, más ninguna se acerca a esta rareza. Aspiro al incorporarme. El aroma ferroso desapareció y, aunque sea, debería haber un rastro.

Echo la cabeza para atrás; la luna está llena e ilumina tan bien, casi como el sol al amanecer. Algo anda mal y ese problema es muy grande. Agarro una rama alargada para trazar una línea y luego un círculo, marcando las anteriores huellas que llegué a presenciar. Calculo cada centímetro cual detective. He de ser previsora.

—¿Qué haces aquí, mi niña?

Pego un grito como un gato. Jadeo, me ve con el rostro fruncido de curiosidad y mis pulmones se cierran. Claro, fingió, me siguió.

—Aquí —carraspeo—, al parecer hubo un accidente.

Se acerca con cautela.

—¿En dónde está involucrado ese muchacho?

—¿Cómo…?

Me agarra de los hombros. No tarda en sacudirme.

—No confíes en nadie, ni en mí —comenta entre dientes.

¿Qué?

—No te entiendo —flaqueo.

Mis piernas se sienten débiles al mismo tiempo que me estremezco.

Se aparta con la mirada pérdida. Al intentar que la ponga en mí, rehúye de la mía.

—Papá dime qué m****a pasa.

Aprieta los puños.

—Algo muy peligroso, nena. Demasiado.

—¿Qué tan peligroso?

—Aún no puedo decírtelo. —Se desliza a mi lado—. Pero confía en mis palabras, por favor. No pongas tu ayuda en alguien más, ni tan siquiera en mí.

Reacciono.

—¡Eres mi padre! —chillo, más aturdida que león en jaula.

Niega, desolado.

—En algún momento estarás sola… —Ingiere saliva—. Vamos a casa.

—¿Tiene que ver con mi madre?, ¿es eso?

Se detiene de manera abrupta. Enfoca sus desorbitados ojos a sus pies. Pero lo que hace a continuación, me sorprende.

—Yo no podré ayudarte, no podré estar contigo ni con los tuyos —exclama. Me siento pequeña, jamás me habría gritado. Las lágrimas se deslizan hasta su barbilla, muriéndose allí—. Te quiero. Te quiero demasiado, pero cuando descubras quién fui, me odiarás —ríe, sin un ápice de remordimiento. Trastabillo—, y cuando la ola más grande te atropelle, no volverás a ser la misma.

Pálida, no respondo. Es tanto el dolor que ya mis extremidades no reaccionan al igual que el entender en mi cerebro es nulo. La vista se me torna borrosa y un sudor frío me embarga. Lo último que atisbo es su cara deformada al percatarse de mi caída.

Solo… todo me da vueltas y ya no sé quién soy realmente.

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