Narrado por Karina
La madrugada en el hospital tenía un ritmo diferente. Todo era más lento, más frágil. El mundo parecía contener la respiración.
Yo no dormía. El dolor en el costado no me dejaba. Pero no era solo eso. Había algo que me mantenía despierta. Algo que se movía muy cerca, era Teo.
Estaba en la silla plegable que habían traído para él. Se había negado a irse cuando anocheció. Se negó otra vez cuando le ofrecieron volver por la mañana.
“Me quedo”, dijo simplemente. Y se quedó.
Ahora lo observaba. Había estirado las piernas y se había acostado en esa especie de cama improvisada al lado de la mía. Tenía la chaqueta doblada bajo la cabeza y la camisa arrugada. Dormía... o eso parecía.
Pero su cuerpo no estaba tranquilo.
Se movía. Se giraba. Murmuraba cosas en voz baja que no llegaban a entenderse del todo. Su frente estaba cubierta de sudor frío. Los puños, apretados. Como si estuviera defendiéndose de algo que no podía verse.
Me incorporé un poco, lo suficiente como para verlo mejor.
Temblaba, pero no de frío. De miedo.
Sus labios se movieron de nuevo. Murmuró un nombre. No entendí cuál. Pero la forma en que lo dijo me estremeció. Como si estuviera atrapado en una pesadilla antigua. Como si no fuera la primera vez.
Me quedé mirándolo largo rato. El monitor a mi lado marcaba mi ritmo cardíaco. Pero lo que latía con más fuerza era otra cosa. Una intuición. Algo que no sabía que él llevaba adentro y que ahora apenas comenzaba a rozarme.
Teo dormía como alguien que no había conocido el descanso. Como alguien acostumbrado a sobrevivir incluso cuando sueña.
Y por primera vez, quise saber más.
No por curiosidad, sino porque algo en mí necesitaba entender el abismo detrás de sus ojos.
Esa mañana, después de que una enfermera se lo llevara a buscar un café, encendí el celular que Sofía me había dejado cargando.
No buscaba nada concreto. Pero mis dedos se movieron solos. Entré al navegador, y escribí su nombre completo:
Teodoro Kingsley.
La primera sugerencia fue: Teodoro Kingsley ajedrez.
Apreté.
Las fotos aparecieron de inmediato. Más joven. Más delgado. Ojeroso. Pero era él.
En una entrevista. En una competencia. En una entrega de premios.
“Prodigio del ajedrez latinoamericano”, decía un titular del 2010. “Con solo 11 años derrotó a campeones internacionales. A los 13, jugaba partidas simultáneas a ciegas. A los 14, desapareció de los circuitos.”
Seguí leyendo.
“En su momento fue considerado una de las mentes más brillantes de su generación. Su desaparición abrupta de los torneos sorprendió al mundo del ajedrez. Desde entonces, ha mantenido un perfil bajo, dedicado a la administración del Grupo Phoenix, que dirige su familia desde hace décadas.”
Mi corazón se apretó.
Recordé haberlo visto en televisión alguna vez. Esa cara, más pequeña, más inocente. Lo admiraba sin saber quién era. Solo una niña viendo otro niño hacer magia con piezas blancas y negras.
No podía ser casualidad.
Volví a la barra de búsqueda. Escribí: Teodoro Kingsley madre.
Una nota vieja de una revista digital apareció. Un perfil de los Kingsley. Un párrafo llamó mi atención:
"Su madre, la pianista Lucía Halvorsen, abandonó el país cuando él tenía seis años, y no volvió a establecer contacto. El pequeño Teodoro quedó al cuidado de su padre, el empresario Aldo Kingsley."
Busqué su nombre. Lucía Halvorsen. Había hecho carrera en Europa. Daba conciertos. Tenía otra familia.
No volví a encontrar mención de Teo en su historia.
Pasé al padre.
Los resultados me helaron.
En un foro de exalumnos de una academia privada, encontré un hilo antiguo con testimonios anónimos.
“...Todos sabíamos lo que Aldo le hacía. Pero nadie decía nada.”
“Era su hijo, pero lo trataba como propiedad. Le exigía ganar. No podía perder nunca.”
“Una vez lo vi salir de una sala con la cara golpeada. Dijo que se había caído, pero no era cierto.”
Dejé el celular sobre las piernas.
Me dolía el pecho. No por mí. Por él.
Teo. El niño prodigio. El campeón. El heredero. El que nunca aprendió a dormir sin miedo.
Y ahí estaba ahora, velándome. Con sus fantasmas a cuestas. Con sus heridas sin costuras.
Cerré los ojos. Respiré profundo.
Algo en mí se rompió un poco. Pero no era tristeza.
Era una compasión tan honda que me cambió el modo de mirarlo.
Teo volvió con un café y unas ojeras aún más profundas. Me dedicó una media sonrisa al entrar.
Se sentó a mi lado. Me dio la bebida sin decir nada.
Yo tampoco dije nada. Solo lo observé.
Sus dedos estaban manchados de tinta. Llevaba las uñas cortas. Tenía una pequeña cicatriz en el mentón, apenas visible.
No parecía alguien que había sido parte de un escándalo familiar. No parecía el niño genio de las portadas.
Parecía… cansado.
Me incliné con cuidado y escribí en mi libreta:
¿Dormiste algo?
Él negó con la cabeza.
—Lo justo para volver a despertar —respondió.
Entonces hice algo que nunca me habría atrevido antes.
Toqué su mano.
Con cuidado. Con la misma ternura con que una se atreve a tocar una herida ajena. Él se tensó, pero no se apartó.
Solo me miró.
No dije nada. No hacía falta.
Él pareció entender. Y por un instante, algo se relajó en su rostro. Como si alguien, por fin, no lo estuviera exigiendo.
Solo viendo.
Narrado por Teo
Ella sabe.
No sé cómo. Pero lo sabe.
Tal vez me oyó murmurar durante la noche. Tal vez me vio temblar mientras soñaba con las sombras de mi infancia. Tal vez buscó en internet. No importa.
El caso es que, esta mañana, me mira distinto.
No con lástima. Ni con esa compasión irritante de los que creen saber lo que no vivieron.
Me mira con una suavidad silenciosa. Una que me desconcierta.
Cuando tocó mi mano, no dije nada, no pude. No estaba acostumbrado a ese tipo de ternura. A la que no pide nada a cambio.
Ella no me pregunta qué pasó. No necesita los detalles. Me ve. Y me cree.
¿Hace cuánto no pasaba eso?
Quizás nunca.
Narrado por Karina
Durante horas no dijimos nada.
Pero el silencio se volvió abrigo. Como una manta tibia que no exige explicaciones.
Le escribí frases sueltas en la libreta.
Hoy te vi dormir. Parecías luchar contra algo. No estás solo.
Teo las leyó todas. No respondió a ninguna. Pero no dejó de mirarme desde entonces.
Al caer la tarde, se levantó para contestar una llamada fuera de la habitación. Mientras lo hacía, observé sus cosas.
La chaqueta colgada en el respaldo. Su cuaderno de trabajo con apuntes que no entendía. Un libro de ajedrez.
Lo abrí.
Había una hoja marcada. Una frase subrayada:
“Cada partida es una guerra en miniatura. Pero la verdadera batalla siempre es contra uno mismo.”
La cerré con cuidado.
Entendí que nunca dejaría de luchar. Pero quizás… ahora tenía alguien con quien hacerlo.
Narrado por Teo
Esa noche, cuando volvimos a quedarnos solos, me senté otra vez en esa cama incómoda.
Pero ella me hizo un gesto. Me señaló la silla más cerca, junto a su cama. Tomó mi mano y la dejó descansar sobre la sábana.
No dijo nada. Solo cerró los ojos. Yo tampoco dije nada. Pero me quedé. Y, por primera vez, dormí unas horas sin pesadillas.
Porque ella estaba allí. Y eso bastó.