El cielo estaba gris cuando Isabella volvió a la vieja mansión Fernández.
La fachada, impecable. El silencio, engañoso.
Pero por dentro… todo era distinto.
Había cenizas en su corazón, y fuego nuevo en su mirada.
Caminó sola por los pasillos hasta llegar a la biblioteca, ese rincón donde de niña se escondía para leer, soñar… y escapar.
El polvo cubría los estantes altos. Las cortinas estaban cerradas, como si el tiempo se hubiese detenido.
Isabella se arrodilló frente al mueble de roble macizo, al lado del ventanal.
Los libros de medicina de su padre. Pesados. Antiguos.
Pasó los dedos por los lomos hasta llegar al que siempre estaba fuera de lugar: «Anatomía Humana – Tomo III».
Lo retiró.
Nada.
Pero al tocar el fondo del estante, notó un leve sonido hueco.
Una tapa falsa.
Con cuidado, la levantó.
Y ahí estaba.
Un viejo celular envuelto en plástico, apagado, con una pequeña nota dentro:
«Si estás leyendo esto, es porque sobreviviste. Perdón por llegar tarde. –Luna».
Is