La puerta de la casa en las afueras se abrió por fin.
Leonardo salió tambaleándose. A la luz de la luna, Aitana vio su cara deslavada, la mano apretada sobre el vientre; la sangre se filtraba entre los dedos y le había vuelto roja la camisa blanca.
—¿Estás herido? —la voz de Aitana le tembló; estiró la mano para sostenerlo.
Leonardo le sujetó la muñeca de golpe.
—¿Quién te trajo? —gruñó, ronco.
Aitana evitó su mirada. No explicó nada.
—Vete a curarte. A Dylan lo arreglo yo.
Leonardo tiró de ella hacia atrás; el gesto le abrió la herida y ni así se detuvo.
—Dylan está fuera de sí. Si entras, te entregas.
Aitana le rodeó los dedos manchados y presionó con la palma.
—Confía en mí. Voy a cuidarme.
Desde atrás llegó la prisa seca de uno de los hombres de negro:
—Señora López, ya lo vio. ¿Entramos?
—Ya voy —respondió Aitana. Le sostuvo a Leonardo la mirada un segundo; se inclinó a su oído—. Espérame.
Leonardo tragó. La manzana de Adán le subió y bajó como si fuera a decir algo, pero solo la