Clara notó muy pronto que Mía había desaparecido. Intentó llamarla, le escribió, nada. Ordenó preparar el coche para ir al Grupo López a exigirle respuestas a Dylan.
No alcanzó a sentarse cuando el chofer le cubrió la boca con un pañuelo. Negro.
Cuando despertó, estaba atada de manos y pies al borde de un barranco desolado. Un paso más y la tragaba el vacío.
—Luis, ¿qué estás haciendo? —se le heló la cara.
El hombre la miró sin pestañear.
—Lo que usted y la señorita Mía hicieron, el señor López ya lo sabe. Incluido que usted le propuso que fingiera la caída del barranco.
Clara abrió los ojos, incrédula.
—¡Luis, tú eres mío! ¿Cómo te pones a trabajar para Dylan?
Él soltó una risa triste.
—Diez años le entregué mi vida. ¿Y usted qué me dio?
Clara no respondió.
—Cuando mi madre se enfermó, usted no ayudó. Es más: chantajeó con el dinero del hospital para obligarme a ensuciarme por usted. Ahora que mi hijo está enfermo, lo primero que pensó fue usarlo igual —la mirada de Luis se volvió cuc