—Primero, ofrécele incienso a mi abuelo. Luego llévame a ver a Iker —indicó Gabriela. Se inclinó para tomar una varita de incienso, la encendió y sopló suavemente para apagar la llama. Después, se la pasó a Soren, quien seguía tan aturdido que apenas podía concentrarse.
Soren la tomó.
Juntos se encaminaron hacia la tumba de Octavio.
Gabriela contempló la foto en la lápida: aquel hombre imponente que, sin embargo, irradiaba un dejo de ternura.
Ella cerró los ojos y, en su mente, le preguntó a Octavio:
«¿Te agrada todo lo que está pasando ahora?»
«Por proteger a esa tonta que pagó para asesinar a su propio hermano, permitiste que tu mejor amigo te tratara como si fueras su peón; ahora la empresa se tambalea y tu hijo tonto corre peligro.»
«¿Te hace feliz?»
Gabriela abrió los ojos sin colocar la varita de incienso en el lugar correspondiente. Se quedó mirando la foto de Octavio; luego rompió la cabecilla encendida y arrojó el resto al bote de basura.
Soren, aún conmocionado, sostenía la v