Un ruido seco hizo que despertara asustada. Abrí los ojos y me di cuenta de que todo era real, no era una pesadilla; el anillo en mi mano lo corroboraba. Giré la cabeza y una nota sobre la mesita llamó mi atención. La tomé.
“Tienes ropa en el clóset. Cuando estés lista, baja para que hablemos. Estaré en el despacho en la planta baja. No hables con nadie.
Sr. M”Me levanté y caminé hacia una de las puertas que veía. Al abrirla, me quedé asombrada: ¡jamás en mi vida había visto tanto lujo! Ese baño era del tamaño del apartamento donde vivía con mamá y mi hermana. Anoche, debido al miedo, ni siquiera me fijé en el lugar. Me di un baño rápidamente y miré la hora. Tenía que salir de allí lo antes posible; a las diez era la consulta de Luci.
Busqué el clóset, que resultó ser otra inmensa habitación. Como él me había dicho, estaba lleno de ropa, zapatos y de todo lo que pudiera necesitar, pero todo era de marcas reconocidas. No podía ir vestida así a la terapia de Luci. A mamá le daría un infarto. Después de rebuscar por un buen rato tratando de encontrar algo más sencillo, terminé optando por unos pantalones azules “modestos” y una blusa lo más normal que pude encontrar. Lo mismo hice con los zapatos y la cartera. Aun así, sabía que mamá se daría cuenta de que algo estaba mal. Salí de la habitación y avancé hasta encontrar la escalera. Ayer estaba tan asustada que no presté atención por dónde me llevó el señor Minetti. Al llegar a la planta baja, me di cuenta de que esto parecía un palacio: era enorme y estaba lleno de lujos. Algunos sirvientes me saludaron inclinando la cabeza, tratando de ocultar una sonrisa. Sin dudas, todos sabían que yo era la loca que había interrumpido la boda. Caminé por el amplísimo salón tratando de adivinar dónde estaba el despacho. Vi a una señora limpiando y decidí acercarme. —Disculpe, buenos días —la saludé con timidez—. ¿Podría indicarme dónde está el despacho? —Buenos días, señora Minetti. Es aquella puerta al final del pasillo —me respondió con una amable sonrisa. —Muchas gracias. Dígame solo Lilian, por favor —le pedí, devolviendo la sonrisa. Ella asintió. —. ¿Cuál es su nombre? —Soy Ninetta, señora. ¿Le llevo algo de comer? —me preguntó con amabilidad. —No, gracias —rechacé su oferta, yo nunca desayunaba. Me dirigí hacia el despacho, cuya puerta estaba cerrada. Toqué suavemente y escuché una voz diciendo: —Adelante. Abrí la puerta lentamente y me introduje. El despacho era amplio y majestuoso. Detrás del buró, el señor Minetti escribía en unos papeles. Se veía distante y frío, pero al mismo tiempo emanaba elegancia y una presencia varonil imponente. —Buenos días, señor Minetti —saludé con cautela. —Buenos días, señora Minetti. Siéntese, enseguida la atiendo —respondió sin dejar de escribir. Caminé despacio hasta sentarme en una elegante silla frente a su escritorio. Mi mirada comenzó a recorrer el lugar con curiosidad. Detrás de él, toda la pared era una enorme librería que iba del piso al techo, llena de libros que supuse serían ediciones excepcionales. Giré mi cabeza y vi un gran cuadro del abuelo en la pared. A un lado, había un hermoso juego de sillones renacentistas de cuero negro con una mesa de centro de ébano. —Señora Minetti —la voz del señor Minetti me sacó de mi ensimismamiento. —Sí, señor. —Tome. Este es el contrato de nuestra relación. Léalo y, si no está conforme con algo, dígamelo y lo discutiremos —dijo, extendiéndome unas hojas blancas. —¿Contrato? ¿Qué quiere decir? ¿Piensa continuar con esta locura? —Él me miró fijamente, con una mirada tan escalofriante que me hizo encogerme. —¡Usted fue quien nos metió en este lío! —vociferó furioso—. Tome el contrato, léalo y, si no está de acuerdo con algo, dígamelo. Me ordenó con una voz que parecía como si me estuviera disparando, me acuerdo de su arma, y me resigno a no llevarle la contraria. Veo que ahora no puede ser, por lo que me lleno de valor y le pregunté: —¿Puedo hacerlo más tarde, señor? —¿Más tarde? —repitió, entrecerrando los ojos. —Sí, señor. Es que tengo que acompañar a mi hermana menor a una consulta a las diez, y ya son las nueve —expliqué rápidamente. —¿Consulta? —inquirió, visiblemente curioso. —Sí, señor. Mi hermana padece de granulomatosis y hoy deben realizarle una biopsia. No podemos faltar —respondí con seriedad. —¿Cuántos años tiene su hermana? —preguntó, sin apartar su mirada de mí. —Dieciocho, señor —contesté de inmediato. —Está bien, mandaré al chofer para que te lleve —dijo, aparentemente dando por zanjado el asunto. —¡No! —grité, poniéndome de pie instintivamente. El señor Minetti levantó la cabeza sorprendido, mirándome con curiosidad. Tragué saliva y traté de disimular. —Tráigame la historia clínica de su hermana. Le buscaré los mejores especialistas y tratamientos—me pide de inmediato. —No se preocupe señor —suavizo mi tono, sentándome de nuevo—, su doctor es muy bueno. Y en cuanto a eso de mandarme en auto, prefiero que no, señor. No quiero que nadie se entere de que estamos casados. Preferiría ir por mi cuenta. Se queda mirándome fijamente, con el ceño fruncido y sus fosas nasales comienzan a abrirse y cerrarse, lo cual me dice que no le agrada eso último que he dicho, pero tengo que hablar claro, siempre lo he hecho, y debo aclarar ese punto. —¿Qué quiere decir, señora Minetti? —preguntó despacio, con un tono que enviaba escalofríos por mi espalda. —Pues… quisiera seguir con mi vida —solté, tratando de mantener la compostura. —¿Qué quiere decir, señora Minetti? —pregunta de nuevo esta vez muy despacio, con una mirada espeluznante que me hace encogerme en el sillón. Sin embargo, reúno valor y le digo: —¡Pues quisiera seguir con mi vida! —¿Con su vida? —se inclina, apoyando los codos en el buró mientras no deja de mirarme fijamente—. ¿Puede ser más específica? —Pues… pues… —¡Dios!, ¿en qué lío estoy metida? Mis piernas comienzan a moverse nerviosamente, mientras trato de encontrar las palabras correctas para decir lo que pienso. Me enderezo, tomo aire y suelto: —Pues quiero solo venir a dormir cuando sea estrictamente necesario. Si es posible, acompañarlo lo menos posible a actos públicos —no era lo que quería decir, pero me da miedo cómo me mira—. ¡Yo me metí sola en esto! Lo resolveremos, señor, se lo prometo. Por un momento se queda como si no hubiera escuchado bien lo que he dicho. Luego se recuesta en su silla con una expresión que no logro descifrar. Por momentos siento que me observa como un bicho raro, una especie en peligro de extinción. Incluso me parece ver asomar una leve sonrisa en la comisura de sus labios, acompañada de una expresión de incredulidad en su rostro. —En realidad, señorita Lilian, parece que usted no tiene ni idea de quién soy, ¿verdad? ¿Usted no sabe realmente dónde se ha metido? —me pregunta con algo de sarcasmo o diversión. Luego, me dice con una seriedad que me dejó helada: —Pues averígüelo pronto, antes de que sea demasiado tarde.