Nunca imaginé que una decisión tan impulsiva me arrastraría al infierno… Mi nombre es Lilian Caleri Pagani, y esta es la historia de cómo arruiné mi vida en menos de una hora.
Me quedé en silencio después de lo que me dijo el desconocido. ¿Qué podía contestar a eso? Tenía razón, yo misma había destruido su boda y me había puesto en esta situación. Solo me quedaba esperar y ver cómo podía salir de ella si lo lograba. Bajamos despacio las escaleras. La atmósfera era tensa. Todos nos miraban. Me apreté instintivamente al brazo del señor Minetti, quien, al sentirme temblar, rodeó mi cintura con su brazo posesivamente. Un señor muy viejo en silla de ruedas, todo tembloroso, tomó mis manos, tirando para que me inclinara, y me dio un beso en cada mejilla. —Bienvenida a la familia, hija —me dijo mientras me recorría el cuerpo con la mirada y sonreía. El señor Minetti me susurró al oído: —Es mi abuelo. —Entonces le sonreí yo también. Era la primera vez en mi vida que visitaba un lugar de este tipo. Estaba lleno de personas de alto nivel. Todos felicitaban a mi esposo sin apenas prestarme atención. Mientras tomaba una copa de champán, miré la hora en el enorme reloj de la pared. Me di cuenta de que eran pasadas las once de la noche. Mamá debía de estar muy preocupada. Tenía que encontrar la manera de avisarle que no regresaría. El señor Minetti, al verme sola tomando la copa de champán, se acercó, me tomó de la cintura, besó mis labios y me sacó a bailar. Nunca en mi vida había sido buena para el baile, ¡tenía dos pies izquierdos! Por eso no entendía cómo podía llevarme así, con tal maestría, como si fuéramos uno solo. Casi me hizo olvidar dónde estaba. Con su dirección hizo que luciera como una excelente compañera de baile. Lo miré admirada al terminar. Él me guiñó un ojo. De pronto, se sintieron unos ruidos. Salté asustada y me agarré del brazo del señor Minetti. Se armó un tremendo alboroto. El señor Minetti corrió tirando de mí hacia su abuelo, tomó su silla y la empujó. Corrimos como locos hacia el interior de la residencia y logramos escondernos en el despacho. ¡Estaba temblando incontrolablemente! El señor Minetti se acercó, me tomó por los hombros y me sacudió. —¡Lilian, Lilian, escúchame, no te muevas de aquí! ¿Entendido? ¿Sabes disparar un arma? ¡Toma! —Me entregó un revólver que temblaba en mi mano La tomé aterrada, no podía creer que tuviera un arma en la mano mientras balbuceaba: —Yo…, yo…, yo nunca he cogido un arma en la mano. —¡Lilian, no es nada! Mira, tómala así. Ya le quité el seguro. Aprietas el gatillo, este que está aquí. ¡Lilian, deja de temblar! —me gritó mientras hacía que agarrara bien el arma—. ¡Tengo que irme! Todo el que entre por esa puerta, dispárale. Abuelo, no te muevas de aquí, todo va a estar bien. Dispara a todo el que entre. Mandaré refuerzos. ¡No le abran a nadie! Y se marchó, dejándonos solos. El abuelo me miraba sonriéndome, tratando de tranquilizarme, mientras intentaba mantener firme el revólver en su mano temblorosa. Pero yo sentía que mi corazón iba a explotar. El metal frío y pesado en mis manos parecía recordarme lo lejos que estaba de todo lo que conocía. Nunca pensé que algo así estaría en mis manos, en un lugar que hasta hace unas horas ni siquiera sabía que existía. Miré el arma aterrada, mientras trataba de que mis lágrimas dejaran de salir. Pasaron los minutos, que para mí parecían siglos. La puerta comenzó a abrirse lentamente. Mi corazón latía tan fuerte que no podía distinguir si eran pasos o el eco de mi propio miedo. No podría hacerlo, no podría dispararle a nadie, pensé, pero mis dedos temblorosos ya estaban apretando el gatillo. Lo siguiente fue un estallido, y una voz conocida que desgarró el silencio: —¡Cuidado, Lilian, soy yo, tu esposo! Y sin saber por qué, salí corriendo, me abracé de él llorando y lo llené de besos, mientras decía una y otra vez: —¡Gracias a Dios que estás bien, gracias a Dios! Él se quedó sin saber qué hacer. Primero, sus brazos permanecieron rígidos, como si no supiera qué hacer. Luego, lentamente, me tomó por la cintura y su abrazo fue diferente: algo cálido y protector que no esperaba de él. Terminó besando suavemente mis labios. Hasta que, dándome cuenta de lo que estaba haciendo, me separé bruscamente de su cuerpo, sintiendo cómo me ponía toda colorada. El abuelo nos miraba complacido. —¿Ya arreglaste todo? —preguntó al señor Minetti con su voz temblorosa. —Sí, fueron los Conti. No les gustó lo que pasó en la boda —respondió con calma—. Pero todo está bajo control. —Muy bien, quiero ir a descansar —dijo el abuelo, sonando como una orden. —Llamaré a James —y lo hizo sin dejar de lanzarme miradas furtivas. Al poco rato apareció un señor, que tomó la silla de ruedas, dijo buenas noches y se retiraron. Yo me había sentado hecha una bolita en el sofá. El señor Minetti se quedó mirándome en silencio. Luego vino, me levantó, sin decir nada, y me llevó con él hasta nuestra habitación. Lo vi preparar el baño. Me ayudó a quitar mi vestido y me indicó que entrara. Yo lo hice sin chistar. Mi cuerpo todavía temblaba del miedo sin que yo pudiera hacer nada. El agua tibia me relajó, y fue entonces cuando todo el miedo salió de mí en grandes sollozos. Después de un largo baño, y de que al fin dejara de llorar, salí y vi al señor Minetti en la terraza, fumando y bebiendo. Me acerqué temerosa. —Señor Minetti, señor Minetti —lo llamé. Él se giró despacio, mirándome escrutadoramente con esos ojos que brillaban en la noche—. Necesito llamar a mi casa, avisarle a mamá que no llegaré hoy. No tengo teléfono. —Puedes llamar del teléfono de la casa —y señaló el que se encontraba al lado de la cama—. Mañana te daré uno. Sin más, me dio la espalda. Yo le marqué a mi mamá. Desde que papá murió, ella había envejecido diez años. Al contestar, la escuché llena de preocupación y cansancio, incapaz de entender cómo seguir adelante después de quedarse sola. Yo era su bastón, su apoyo. Si ella supiera lo que había hecho, el dolor la mataría. —Mamá… —¡Lili, hija! ¡Qué susto tenía! ¿Dónde estás? ¿Por qué no has regresado todavía? ¿Te fijaste la hora que es? —me llenó de preguntas, como era su costumbre. —Mamá, no puedo regresar. Hoy haré doble turno —le mentí, porque no sabía cómo iba a decirle esta locura que había cometido—. Solo te llamo para que no te preocupes. —Te he dicho que no tienes necesidad de trabajar tanto —volvió a regañarme. —Mamá, después hablamos. Ahora tengo que seguir trabajando —insistí en mi historia. —Está bien, hija, cuídate —lo aceptó, aunque con dudas—. No olvides que mañana es el día de la consulta de tu hermana. —No lo olvido, mamá. Estaré allí. Buenas noches. Descansa. —Corté la llamada, sintiendo el peso de la culpa hundirme en el pecho. Las lágrimas, que apenas conseguí contener, amenazaban con delatar mi desesperación. Si mamá supiera la verdad, no lo soportaría. Pero no podía contarle en qué locura estaba metida. Me mataría. Mucho menos podía decírselo a mi prometido. Si él se enteraba, sería el fin de nuestra relación. ¿Quién me mandaría aquel mensaje? ¿Con qué objetivo lo haría? El que lo hizo debía conocerme muy bien. Sabía que aparecería como una loca desquiciada a interrumpir la boda. ¡Oh, Dios! ¿En qué lío me había metido por no pensar ni averiguar bien las cosas antes de actuar? ¡Y este tipo se veía que era peligroso! ¡Nadie debía saber que estaba casada con él! Sin saber cómo, me recosté en la cama y me quedé profundamente dormida. Quería despertar de esta pesadilla, pero no podía. Este hombre y su peligroso mundo eran contrarios a todo lo que yo creía. Y, aunque sabía que debía escapar, no tenía idea de cómo hacerlo sin poner a los que amaba en peligro. Porque, sea como sea, mi vida como la conocía se había desmoronado. ¡Se acabó, Lilian, por tus locuras!