Capítulo — La confesión en el despacho
El despacho de Héctor Castro olía a madera vieja y soberbia.
La luz del mediodía entraba en líneas duras entre las persianas, como si también quisiera juzgar.
Manuel cruzó la puerta sin saludar. Ya no quedaba nada que decir entre padre e hijo.
—Sentate, Manuel —ordenó Héctor sin levantar la vista.
—Decime rápido qué querés, me tengo que ir —respondió él, seco, cansado.
El viejo lo miró con una sonrisa torcida.
—Acabo de hablar con tu hijo.
Manuel soltó una risa amarga.
—¿Mi qué? Estás delirando, Héctor. Estás chocho… o senil.
—Tenés un hijo —insistió él—. De la mucamita con la que te acostabas cuando yo no estaba. ¿Creías que no lo sabía?
El silencio cayó como un golpe.
Manuel lo sostuvo con la mirada helada.
—Cuidá tus palabras —dijo, temblando de furia—. Esa mujer fue el amor de mi vida.
—Y yo la eché —admitió Héctor con una crueldad sin culpa—. Estaba embarazada. Se fue con el chófer, Rogelio Duarte. Le dio el apellido a tu hijo…