—¡Te has pasado de audaz! ¿No temes que tu Luna, la señora Diana, se dé cuenta?
El silencio se prolongó varios latidos antes de que Nate respondiera con frialdad:
—No lo descubrirá.
—¿Estás tan seguro?
—Depende de mí por completo —respondió sin dudar—. Todo lo que yo diga, ella lo creerá.
El otro guardó silencio unos segundos y bajó la voz:
—Entonces solo espero que nunca te arrepientas ni te carcoma la culpa.
Nate rio quedo, despreocupado:
—Ese día jamás llegará.
La verdad podía ser tan despiadada.
Yo aguardaba fuera de su sala de juntas; me había apretado la mano hasta abrirme la piel y ni siquiera lo sentía. Y pensar que… solo venía a traerle su capa.
Estos días el viento del norte soplaba cortante; temía que se enfriara mientras patrullaba el territorio.
Ahora sentía que unas garras lupinas me desgarraban el pecho y el aire helado atravesaba la carne abierta.
Mi loba aulló dentro de mi mente, compartiendo mi dolor.
Tambaleándome, regresé a la mansión que compartíamos, caí sobre la alfombra delante de la chimenea, me hice un ovillo; el temblor no cesaba y las lágrimas corrían sin control.
De pronto, la puerta se abrió.
Él había vuelto.
Sus pesadas botas crujieron sobre la alfombra mientras se acercaba, paso a paso.
Se acuclilló a mi lado, y, con esa voz baja y suave que destilaba la ternura habitual, preguntó:
—¿Por qué no pediste que encendieran la chimenea? El mayordomo dice que hoy no has comido y que te ves muy pálida.
Apartó un mechón de mi frente y frunció el ceño, visiblemente inquieto.
—Diana, ¿qué te pasa?
Tomó mis manos; su palma seguía tan cálida como siempre.
—Debes comer algo; nuestro cachorro necesita que le des más nutrientes.
Al levantar la vista, su rostro amable parecía invulnerable a toda sospecha. Resultaba que el amor de un Alfa podía interpretarse con esa perfección.
Cuatro años atrás, mi compañero destinado y mi hermana Rose fueron sorprendidos besándose en mi ceremonia de marcado.
Mis padres me exigieron cederle el compañero, diciendo que compartir la sangre con mi hermana valía más que un macho lobo cualquiera y que no debíamos enemistarnos.
Anunciaron frente a todos que se había enviado mal la invitación y que la ceremonia de marcado era, en realidad, para Rose.
Cuando la humillación me ahogaba, el Alfa Nate se acercó, tomó mis manos y, sin titubear, mordió mi cuello dejando su marca.
Creí que era mi salvación en aquella pesadilla, el escudo contra tantas miradas llenas de desprecio.
Desde niña tuve buen olfato para los negocios y era la presidenta en las sombras del mayor gremio del Sur.
Tras casarnos, abandoné toda actividad personal y me dediqué a ser la Luna que sostenía al Alfa de la tribu, velando por su retaguardia.
Con mi conocimiento de los clanes y recursos del sur, tracé estrategias y planes para él.
En pocos años, transformé aquel pequeño clan al borde del colapso en una fuerza emergente del territorio austral.
Este año, gracias a la fecundación in vitro, por fin, engendramos a la siguiente generación y todo parecía al borde de la perfección.
Me abrazaba diciendo que nuestro cachorro era un regalo del cielo; el mimo en sus ojos me hacía querer arder en llamas por él y por nuestro hijo.
Ahora comprendía que todo era otro engaño cuidadosamente planeado.
Si él podía fingir una devoción tan profunda, ¿por qué iba yo a quedarme atrás?
Cerré los ojos y, al abrirlos, mi mirada rebosaba la misma ternura impecable.
—No es nada… solo estoy un poco cansada.
Lo dije con un tono tan dulce que parecía un arrullo, sin revelar la tormenta que me devoraba por dentro.
Al oírme, por fin, se relajó, y me palmeó el dorso de la mano.
—Bien, le pediré al mayordomo que te dé un masaje.
Perfecto, mi loba y yo interpretaremos este papel tres días más.
Dentro de tres días, lo nuestro llegará a su punto final.