Ana se detuvo un instante y luego, con voz tenue, confesó:
—Me ha llegado la menstruación.
Mario, captando cada matiz de su expresión, respondió sin titubear:
—Lo sé. —Y preguntó, destapando el verdadero asunto—: ¿Es eso lo único que nos separa? ¿Nuestro lazo se reduce solo a la búsqueda de un hijo?
Con la pregunta al aire, Ana levantó la mirada, sus ojos destellaban una tenue humedad, una vulnerabilidad involuntaria. Con los labios temblorosos y los dedos entrelazándose nerviosamente con la tela de su camisa, escuchó a Mario, cuya voz se tornó ronca por la emoción:
—Han pasado años, ¿no crees que ya es tiempo de que nos conozcamos más allá? Ana, yo necesito tiempo para ajustarme.
Mario, que en el pasado no acostumbraba a dar tantas explicaciones, había cambiado… Ana entendía sus razones; él solo buscaba un momento a solas con ella, lejos de las miradas de los sirvientes que podían sorprenderlos por la mañana en la cocina. Finalmente, ella cedió, sus dedos se relajaron y fue alzada en