Ana experimentaba un dolor insoportable, tan intenso que parecía que no podía respirar, tan agudo que sentía que podía morir en cualquier segundo. Pero no estaba dispuesta a rendirse; llevaba a la pequeña Emma en su vientre. La niña, que ya tenía ocho meses de gestación, aún no había visto el mundo.
Ana detestaba la indiferencia de Mario, pero amaba profundamente a la niña que llevaba dentro. Anhelaba su nacimiento con todo su ser. No podía permitirse morir, no ahora...
—No puedo morir— se repetía a sí misma—, no puedo morir.
Ana respiraba con dificultad, intentando aliviar el dolor de las contracciones. Levantó la cabeza y gritó con todas sus fuerzas, buscando ayuda:
—¡Alguien...! ¡Por favor, salven a mi bebé...!
…
Pero nadie escuchó sus gritos ni sus súplicas.
Fuera, los fuegos artificiales seguían iluminando el cielo, y en la planta baja, el televisor seguía transmitiendo su programación.
Con un esfuerzo sobrehumano, Ana se arrastró hacia la puerta de su habitación, dejando un rast