Un espasmo familiar, húmedo y caliente, recorrió su vientre. Era la descarga final, la que siempre lo dejaba vacío, pero esta vez no llegó el alivio. Llegó el horror.
Cerró los ojos con fuerza. El éxtasis se pudría en su interior. El corazón golpeó contra sus costillas con un ritmo desquiciado. Entonces, esa voz aterciopelada y aterradora lo obligó a abrirlos.
Sin control sobre sus músculos, miró a la mujer. Lo que vio le heló la sangre en las venas.
Era una cabeza.
El cabello rubio, enmarañado y sucio, enmarcaba un rostro de porcelana rota. Los ojos verdes, ya sin vida, lo observaban sin ver. Todo en ella proclamaba una verdad que su mente se negaba a aceptar.
Era la cabeza de Noahlím.
Las lágrimas nublaron la vista de Ezra al instante. Un nudo de pánico y asco cerró su garganta. Quiso gritar, pero su voz no respondió. Al intentar llevarse las manos al rostro, un peso cálido y húmedo sobre el pecho lo detuvo.
Su mirada descendió.
Su propia mano, la derecha, permanecía apretada