Los lobos se preparaban para celebrar la victoria de su alfa, Lucian. Como siempre, priorizaban la bebida, la carne y los gritos que exaltaban su nombre.
Freya no cabía en sí de la emoción. La siguiente noche bailaría como tantas otras veces, envuelta en un vestido largo de seda multicolor, justo antes de que el alcohol empapara el juicio de los suyos.
Pero esta vez era distinto. Llevaba al hijo del alfa en su vientre. Eso le daba un nivel más de poder.
Leah, en cambio, sentía un rechazo casi visceral por todo aquello. No era que las fiestas fueran tan grotescas como las de Cruor, pero igual le resultaban una farsa primitiva, vacía, ruidosa.
Sin embargo, Lucian había sido claro: iría, y la presentaría ante los clanes aliados.
—Eres mi espectáculo —le había dicho—. No cualquiera tiene una loba vidente. Quiero que todos lo vean. Que sepan que me pertenece algo que nadie más tiene. Que mis enemigos tiemblen.
Así que si Lucian la iba a exhibir, eso solo significaba una cosa: la