El alfa y su compañero de batalla, Rutt, vigilaban el límite de las tierras.
Justo a unos pasos de terminar su recorrido y volver, sus oídos se agudizaron.
Era un sonido que ya habían escuchado. No el de un animal herido.
No era delicado. Era tosco. Ronco. Pegajoso.
El golpeteo inconfundible de cuerpos que buscaban placer, desahogo. Dominio.
Rutt tragó saliva. El aroma inconfundible a sexo.
—Es la temporada de celo —el alfa apretó la mandíbula, los vellos de su nuca se erizaron. Reprimió un gruñido.
—Sí… —contestó el guerrero sin saber qué otra cosa responderle a su alfa.
—Espero que estés más cuerdo que nunca —Noah giró sobre sus talones; era hora de volver.
Rutt olfateó el aroma que desprendía esa pareja. Clavó las garras en sus muslos. Su instinto primitivo pedía, rugía, quemaba.
»Es hora de volver —la orden del alfa sonó dura, sin cabida a la desobediencia.
«De nuevo supresores para reprimir el celo. ¡Carajo!, dolor de huevos y frustración», se lamentó Rutt detrás de su alfa.
(…)