«Existe la amnesia temporal», se repetía el alfa en la habitación destinada a la vidente.
Sus ojos recorrían desde los huesos de su clavícula hasta sus labios, rosados, suaves... Algo dentro de él se obligaba a desviar la vista, pero su otro lado —más primitivo, más salvaje— no podía parar de verla.
Noah tragó saliva. Sentía los colmillos apretar contra su propia carne.
Aspiró ese aroma tan particular…
«Estoy loco», se dijo mientras se aclaraba la garganta.
Leah se removió en la cama. La intensa mirada del alfa parecía quemarla.
De la nada, como si su cuerpo le avisara del lobo en su habitación, Leah abrió los ojos. Su respiración se agitó un poco. Él no se movió.
Noah estaba allí. De pie. Cruzado de brazos. Imponente. La mirada fija. Tan frío que dolía.
—¿Tu nombre? —preguntó sin adornos, sin emoción.
—Leah… —susurró con voz apenas audible y se cubrió el pecho desnudo, avergonzada.
—¿Y cuál es el mío?
Ella frunció el ceño, confundida.
—No sé —respondió, y apart