—Hazlo, Leah. No te lo volveré a repetir. ¡Obedece o recibirás tu castigo!
La voz de Freya era una serpiente en su oído. Su “amiga”. La misma que había compartido su primera transformación lunar. La misma que la abrazó cuando Lucian la eligió como su pareja. La misma que ahora la amenazaba… con una sonrisa. »Si no vacías las reservas de carne seca esta noche, diré que me atacaste otra vez —susurró—. Y tú sabes cómo reacciona Lucian cuando cree que me hiciste daño. Leah apretó los puños. —No lo haré —respondió, firme—. La comida apenas alcanza para el próximo ciclo. Si la manada pasa hambre por esto, podríamos perder a los cachorros menores. Freya suspiró y fingió una mueca de pena. —Qué lástima… Pensé que habías aprendido. … Pasaron las horas. Leah trató de mantenerse ocupada en los jardines. Recogió hierbas para las hembras preñadas. El dolor en el abdomen seguía leve pero constante. No se lo había dicho a nadie… aún. Estaba embarazada. Y, por un momento —solo uno—, se permitió imaginar un futuro con un bebé entre sus brazos. Uno que sí la amara. Uno que la mirara sin juicio. No por su don, sino porque era ella. Un paso bastó para romperlo todo. —¡¿Dónde está Leah?! —rugió la voz de Lucian. La manada entera se detuvo. Leah apenas tuvo tiempo de girar. Lucian la tomó del brazo con violencia. Sus ojos dorados estaban enloquecidos. —¡¿Qué hiciste, maldita?! ¡Freya volvió herida! ¡Rasguños, moretones, sangre en su ropa! ¿Fuiste tú? —¿Qué? ¡No! Yo no… no la he visto desde la mañana —respondió, tratando de zafarse de su agarre. —¡Mientes! —gruñó, sin contener su ira. La zarandeó con tal fuerza que su cabeza golpeó una columna. El mundo giró. El corazón le retumbaba en los oídos. —¡Te dije que si volvías a ponerle un dedo encima…! —¡No lo hice! —gritó Leah, desesperada—. ¡Ella me amenazó! ¡Me pidió que robara alimento de la reserva! Una carcajada oscura estalló en el pecho de Lucian. —¿Y esperas que crea eso? —La levantó del cabello. Y entonces… llegó el golpe. Uno. En la mejilla. Otro. En el abdomen. Otro más. En el costado. En la espalda. En la cara. —¡Basta! —gritó una loba joven—. ¡Va a matarla! —¡Alfa, por favor! —rogó un anciano. Pero Lucian no se detuvo. —¡No se acerquen! —ordenó—. Que aprenda lo que pasa cuando se mete con Freya. Y Leah… no se defendió. Porque ya no podía. Cayó al suelo como una muñeca de trapo. El mundo era rojo. Su aliento, débil. Sus piernas… húmedas. Miró hacia abajo. Sangre. Mucha. Demasiada. No. No… ¡No! —Lucian… —gimió—. Estoy… Pero ya no la escuchaba. —No quiero que la sanen —escupió él, dirigiéndose a los curanderos—. No por lo menos en una hora. Quiero que recuerde cada segundo de este castigo. Y se marchó. Leah se quedó sola. Bajo la nieve. Bajo la mirada de una luna que parecía esconderse. Sintió que algo la abandonaba. Un alma diminuta. Un hilo de esperanza. Y entonces lo supo. Había perdido a su bebé. Su garganta soltó un sonido ahogado. Ni un lamento completo. Solo una nota rota. Y con eso, murió algo dentro de ella. Algo que jamás volvería. … Sanaron su cuerpo. Pero no su alma. Los curanderos se acercaron en silencio una hora después del castigo. Uno de ellos colocó sus manos temblorosas sobre el vientre de Leah, susurró oraciones y dejó que la energía lunar cerrara sus heridas. Cuando terminaron, se alejaron sin decir palabra. Leah permaneció en el suelo, sola, abrazada a sí misma. Su pecho vacío. Y el calor apagado de una vida que ya no estaba. Recordó su noche de unión. Lucian no fue tierno. No fue dulce. Ni siquiera le dirigió la palabra. Solo se dejó llevar por el instinto, como un lobo hambriento. La empujó sobre la cama ceremonial y la tomó sin mirarla, sin tocar su rostro. Leah lloró esa noche en silencio. Quiso creer que era normal, que los vínculos destinados no siempre eran dulces al inicio, que tal vez con el tiempo él llegaría a amarla. Pero el tiempo trajo otra cosa. Miradas robadas entre él y Freya. Risas privadas. Horas enteras donde desaparecían juntos. Rumores. “Lucian y Freya fueron pareja cuando eran adolescentes.” “Dicen que aún se ven en secreto.” “A ella es a quien realmente ama.” Y todas las veces que Leah preguntó, Lucian gruñó. Y todas las veces que Freya lloró… Leah sangró. —No soy más que un oráculo con forma de loba —susurró—. Solo quieren lo que veo. No lo que soy. Fue entonces que se le cruzó un pensamiento. Una chispa de locura entre la humillación y el dolor. Huir. Si fallaba… que la mataran. Pero si no… si tenía una oportunidad… Durante el intercambio anual con el clan aliado, un carro saldría cargado con pieles y armas como tributo. Ahí. Debía ser ahí. Pero necesitaría ayuda. … Esa noche, Leah encontró a Liani, una loba joven que había presenciado todo. —Ayúdame —le suplicó—. Por favor. —No… no puedo. Si te ayudo, el Alfa me matará a mí también. —Perdí a mi bebé —susurró Leah, con la voz rota—. Y nadie le lloró. Nadie lo cuidó. Nadie… Liani lloró en silencio. Su corazón se hizo pedazos. Se conocían de toda la vida y sabía que Leah era la loba más bondadosa y dulce de toda la manada. Nunca entendió por qué todos la despreciaban. Finalmente, asintió. —¿Qué tengo que hacer? —Ayúdame a esconderme en el carro que llevará el tributo. Haré que el Alfa me dé otra golpiza. Si me hiere, no sospecharán que intento huir. Me verán débil, sin peligro. —Leah… —la joven dijo entre sollozos—. ¿Está usted segura? —No tengo nada que perder. Nadie sospechará de ti. —Levantó su mano derecha, en señal de juramento. … Horas después, Leah se presentó en el salón del consejo, con la cabeza en alto y el corazón expuesto. Lucian estaba ahí. Con Freya a su lado, con esa cara de inocente tan contraria a su corazón malvado. —Alfa —dijo Leah con voz clara—. ¿Sabes? A veces sueño que le corto la cabeza a tu amante con mis propias manos. Un silencio sepulcral cayó en la sala. —¿Qué dijiste? —gruñó Lucian. —Que tu “compañera de infancia” debería pudrirse como la víbora que es. Lucian sonrió. Una sonrisa fría. —Parece que no aprendiste la lección. La golpeó. Más fuerte que nunca. Entre fingidas súplicas de Freya para que se detuviera y la impotencia de los demás. Desde lejos, Liani observó todo. Corrió al lobo sanador que la pretendía. —Por favor… ayúdala. Por mí, por favor. El lobo dudó. —No. El Alfa me matará. —Por favor —lloró la joven y se arrodilló ante él. —No puedo sanarla del todo —dijo, resignado y con el corazón frenético en el pecho—. Pero haré lo suficiente. … Leah fue sanada a medias. Aún débil. Con heridas semi expuestas. Se arrastró esa noche hasta el carro, mientras la joven vigilaba. Se deslizó bajo las pieles. No respiró. No pensó. Solo deseó. Salir. Vivir. O morir, pero al menos lo habría intentado. El carro se movió. Y cuando estuvo lo suficientemente lejos, saltó. No gritó. Solo corrió. Y corrió. Y corrió. No en forma de loba. Su cuerpo no lo soportaba. La marca del vínculo ardía en su pecho como fuego. Pero no se detuvo. Y entonces… su don se activó. Una energía azul se liberó de su pecho como un grito del alma. Un pulso de rabia, poder y desesperación. Todo se volvió blanco. Y luego… nada. … Abrió los ojos. El cielo era gris. El bosque, extraño. Y un hombre la miraba desde arriba. Alto, de hombros anchos y ojos fríos. —Vaya, vaya… —dijo con tono burlesco—. La ramera del Alfa Lucian. Nunca pensé que terminarías tirada como una perra callejera. Leah apenas pudo levantar la cabeza. —¿Quién… es usted? El hombre se inclinó y le mostró los colmillos. —Soy el Alfa del clan del Este y eres el arma perfecta para acabar con el maldito Lucian.