El café estaba medio vacío, iluminado por lámparas cálidas que colgaban del techo como soles apagados. El aroma a espresso recién molido se mezclaba con la tensión en el aire, tan densa que parecía un muro invisible entre los tres.
Valeria seguía de pie, con los brazos cruzados, intentando sostener su compostura frente a Alexandre. Él, cómodo en su silla de cuero, la miraba con esa sonrisa calculada, la misma que solía usar cuando sabía que tenía la ventaja.
Pero lo que Alexandre no había notado era que, en la esquina del local, una figura lo observaba con los ojos ardiendo de furia contenida. Gabriel.
Su paciencia se agotó en el instante en que Alexandre se inclinó hacia Valeria, tomándole la mano con descaro.
—Valeria —susurró él, con voz baja pero cargada de poder—. Conmigo nunca tendrás que sentir vergüenza. No eres un adorno para exhibir, como él intenta hacerte ver. Eres… la mujer que debería estar a mi lado.
Valeria quiso apartarse, pero la firmeza en el contacto le recordó dem